.Por Jaime Thorne (*)
Los procesos que llevaron a la independencia peruana fueron complejos entramados de condiciones y circunstancias marcados, en términos políticos, por el tránsito de una sociedad monárquica a una república. En este proceso, el Perú es un espacio que experimenta, en distintos momentos, los impulsos de autonomía motivados por las conciencias criollas, la rebeldía contra el mal gobierno, la implantación de la Constitución de 1812 y la separación definitiva de la monarquía hispánica.
La rebelión encabezada por Francisco Antonio de Zela en el pueblo de San Pedro de Tacna entre el 20 y el 24 de junio de 1811 no solo evidencia la existencia de impulsos autonómicos en el virreinato peruano, sino también anticipa tres aspectos cruciales del proceso de independencia que culmina en 1824 con la capitulación de Ayacucho.
El primer aspecto es el carácter regional de la rebelión de Zela. Como se sabe, la ubicación estratégica de Tacna vinculó directamente la suerte de esta iniciativa a las acciones político-militares llevadas a cabo por la junta de Buenos Aires, e indirectamente a las juntas establecidas en Chuquisaca y La Paz. Es decir, los eventos de Tacna no fueron ajenos a un movimiento que, al amparo de una coyuntura internacional (la invasión napoleónica a España) y de un cuerpo de leyes medieval (Las Siete Partidas), terminó estableciendo modelos políticos autonómicos (juntas de gobierno) en la mayoría de capitales hispanoamericanas.
En segundo lugar, es importante destacar la integración del elemento indígena al llamado Grito de Zela de 1811. La participación del cacique Toribio Ara, su hijo José Rosa Ara y Fulgencio Ara en la rebelión de Tacna fue no solo significativa sino altamente simbólica en la historia de nuestra república. En un sentido, se prefigura aquí el rol que jugarían los indígenas, particularmente los miembros de la nobleza, durante el extendido proceso de independencia peruana y en ambos lados de la confrontación (Mateo Pumacahua, Dionisio Túpac Yupanqui, Antonio Navala Huachaca).
Por último, Zela pone en evidencia la importancia central de los hombres en armas. Es interesante recordar, por ejemplo, que uno de los primeros actos de gobierno de Francisco Antonio de Zela es su autonombramiento como comandante de la Unión Americana, seguidos de los despachos de don Toribio Ara, como coronel; Pascual Quelopana, como teniente coronel; y de José Rosa Ara, como sargento mayor. Por otro lado, la supervivencia de la rebelión estuvo determinada por las acciones de Juan José Castelli, comandante de las fuerzas rioplatenses, en el Alto Perú. El hecho que el alzamiento coincidiera con la derrota de Castelli por el arequipeño José Manuel de Goyeneche en Guaqui fijaría anticipadamente la suerte de Zela.
Las características de las fuerzas armadas durante la independencia, asimismo, nos recuerdan la permeabilidad de las esferas civil y militar durante estos años. En ese sentido, el ejército estaba organizado a través de batallones de milicias, de ciudadanos en armas, y solo una pequeña parte estaba constituida por fuerzas regulares.
De hecho, militares como Goyeneche, el Vizconde de San Donás y Castelli eran abogados de profesión, lo mismo que Bernardo Monteagudo, primer ministro de guerra del Perú. Si la historia es un espejo en el que debe verse el presente, entonces la presencia de civiles en las carteras de Defensa e Interior, iniciativas como la reserva del ejército y el Consejo de Defensa Suramericano, constatan la vigencia, doscientos años después, de la rebelión de Zela.
domingo, 24 de julio de 2011
GASOHOL
)
.Por Roberto Ochoa B.
Editor de Sobreruedas
Decir que el “gasohol” es un combustible ecológico es una mentira más grande que el edificio del Banco de Crédito. Lo cierto es que sembrar caña y palma aceitera para producir biocombustibles en un país de limitado espacio agrario como el Perú es un delito de lesa humanidad.
Más cierto aún es que el Grupo Romero se equivocó cuando apostó por invertir en proyectos como el de Caña Brava, en Piura. El mismo Dionisio Romero reconoció su disconformidad con este proyecto en la entrevista que concedió al diario decano, en la que además reveló que acudió a Palacio de Gobierno para pedir a su amigo Alan García algunos beneficios para recuperar su inversión.
Alan cumplió y ahora los peruanos estamos obligados a consumir el “gasohol” de Caña Brava, pagando un plus de S/. 0.20 por cada galón de una mezcla que afecta el motor y reduce la eficiencia del consumo de combustibles. Lo importante para AGP es cumplir con el axioma de que Grupo Romero nunca pierde. Perdemos los consumidores.
Todo un faenón al ritmo del Cuy Mágico.
.Por Roberto Ochoa B.
Editor de Sobreruedas
Decir que el “gasohol” es un combustible ecológico es una mentira más grande que el edificio del Banco de Crédito. Lo cierto es que sembrar caña y palma aceitera para producir biocombustibles en un país de limitado espacio agrario como el Perú es un delito de lesa humanidad.
Más cierto aún es que el Grupo Romero se equivocó cuando apostó por invertir en proyectos como el de Caña Brava, en Piura. El mismo Dionisio Romero reconoció su disconformidad con este proyecto en la entrevista que concedió al diario decano, en la que además reveló que acudió a Palacio de Gobierno para pedir a su amigo Alan García algunos beneficios para recuperar su inversión.
Alan cumplió y ahora los peruanos estamos obligados a consumir el “gasohol” de Caña Brava, pagando un plus de S/. 0.20 por cada galón de una mezcla que afecta el motor y reduce la eficiencia del consumo de combustibles. Lo importante para AGP es cumplir con el axioma de que Grupo Romero nunca pierde. Perdemos los consumidores.
Todo un faenón al ritmo del Cuy Mágico.
JUAN SANTOS
.Por: Roberto Ochoa B.
Editor de Andares.
Mario Castro Arenas, Stefano Varese y José Amich publicaron las primeras investigaciones sobre la rebelión de Juan Santos Atahualpa. Complementadas luego con los trabajos de Scarlett O’Phelan, Marco Curátola, Carlos Dávila, Hernán Pantoja, Sara Mateos, Jaime Regan y Arturo de la Torre.
Sin embargo, la historia oficial sigue minimizando el impacto de la única rebelión indígena que no pudo ser sometida por los españoles, y que influyó 20 años después en la rebelión de Túpac Amaru II.
Pero fue el historiador Pablo Macera quien actualizó el tema con la publicación de El poder libre asháninca, y tuvo la sabiduría de incorporar tradiciones orales asháninkas recopiladas por Enrique Casanto Shingari, un narrador y artista plástico del pueblo asháninka del Perené. Se trata de un libro de lectura obligada para entender la permanencia de Juan Santos Atahualpa en la cosmovisión de los asháninkas y otras etnias de la selva central.
Con Daniel Morales visitamos al historiador en su oficina del Seminario de Historia Rural Andina. Grande fue su sorpresa al comprobar el registro fotográfico realizado por Diego Ochoa Ghersi de los caminos epimurales y los muros de piedra ocultos bajo los densos bosques de las montañas de Chanchamayo.
Macera recordó que “Juan Santos Atahualpa ordenó que se hicieran caminos peatonales al filo de los cerros cubiertos de bosques, por lugares inaccesibles que permitían acortar las jornadas y tomar de sorpresa a los españoles”.
“Eso es lo que vimos en el Mirador de Atahualpa”, dijo Morales. Y coincidió cuando Macera lamentó que “conocemos muy mal el antisuyo”, en referencia al nombre con el que los incas conocían a la selva.
La expedición de la Escuela de Arqueología de la UNMSM es el primer paso para el rescate de aquellos restos arqueológicos que fácilmente se pueden integrar al circuito turístico de Chanchamayo.
En el Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo, es bueno recordar que el desarrollo del turismo en el Perú está íntimamente vinculado al arduo trajín de los arqueólogos. Falta saber si las autoridades locales apoyarán el proyecto.
Editor de Andares.
Mario Castro Arenas, Stefano Varese y José Amich publicaron las primeras investigaciones sobre la rebelión de Juan Santos Atahualpa. Complementadas luego con los trabajos de Scarlett O’Phelan, Marco Curátola, Carlos Dávila, Hernán Pantoja, Sara Mateos, Jaime Regan y Arturo de la Torre.
Sin embargo, la historia oficial sigue minimizando el impacto de la única rebelión indígena que no pudo ser sometida por los españoles, y que influyó 20 años después en la rebelión de Túpac Amaru II.
Pero fue el historiador Pablo Macera quien actualizó el tema con la publicación de El poder libre asháninca, y tuvo la sabiduría de incorporar tradiciones orales asháninkas recopiladas por Enrique Casanto Shingari, un narrador y artista plástico del pueblo asháninka del Perené. Se trata de un libro de lectura obligada para entender la permanencia de Juan Santos Atahualpa en la cosmovisión de los asháninkas y otras etnias de la selva central.
Con Daniel Morales visitamos al historiador en su oficina del Seminario de Historia Rural Andina. Grande fue su sorpresa al comprobar el registro fotográfico realizado por Diego Ochoa Ghersi de los caminos epimurales y los muros de piedra ocultos bajo los densos bosques de las montañas de Chanchamayo.
Macera recordó que “Juan Santos Atahualpa ordenó que se hicieran caminos peatonales al filo de los cerros cubiertos de bosques, por lugares inaccesibles que permitían acortar las jornadas y tomar de sorpresa a los españoles”.
“Eso es lo que vimos en el Mirador de Atahualpa”, dijo Morales. Y coincidió cuando Macera lamentó que “conocemos muy mal el antisuyo”, en referencia al nombre con el que los incas conocían a la selva.
La expedición de la Escuela de Arqueología de la UNMSM es el primer paso para el rescate de aquellos restos arqueológicos que fácilmente se pueden integrar al circuito turístico de Chanchamayo.
En el Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo, es bueno recordar que el desarrollo del turismo en el Perú está íntimamente vinculado al arduo trajín de los arqueólogos. Falta saber si las autoridades locales apoyarán el proyecto.
BICENTENARIO
.Por Salomón Lerner F.
En pocos días conmemoraremos el centesimononagésimo aniversario del nacimiento del Perú a la vida independiente; es decir, nos hallamos a solamente diez años de que se cumpla el bicentenario de nuestra independencia. Cierto es que, en última instancia, la cuenta de los años marca hitos arbitrariamente y que más importantes que las cifras redondas pueden ser ciertos momentos que, por su naturaleza misma, marcan inflexiones en el rumbo histórico de una sociedad. No obstante, también es verdad que un bicentenario posee un fuerte significado simbólico que nos sitúa frente a una fecha de reflexión y de análisis acerca de los logros y las deudas que aún tenemos frente a nosotros mismos. Tal meditación, ciertamente, no debería ser una ocurrencia ni una improvisación. Nos hallamos todavía en un momento adecuado para plantear proyectos seriamente concebidos respecto de lo que querríamos ver logrado hacia el año 2021.
La palabra desarrollo suele funcionar como una buena síntesis de lo que nos imaginamos como meta deseable, como aquello que quisiéramos ver realizado en un futuro determinado y cercano. Pero, precisamente por su omnipresencia en toda discusión sobre lo público, ese vocablo medio que ha perdido su más auténtico significado. No puede negarse que en los últimos 20 años se ha producido una interesante teorización sobre el desarrollo humano que no cabe desdeñar ni mucho menos ignorar. Sin embargo, es un hecho que el uso de un término de valor tan consensual a veces finaliza por desgastarse y provoca así alguna miopía frente a ciertas necesidades o en todo caso hace menos aguda nuestra percepción sobre los desafíos que debemos enfrentar con urgencia.
Una forma de recuperar la riqueza de ese “desarrollo” al que aspiramos consistiría, creo, en rescatar los dramas de nuestra vida republicana en toda su trágica vivacidad. Hace 40 años apenas, subsistían en el Perú, sin que fueran motivo de escándalo, instituciones y prácticas realmente inhumanas como la servidumbre. Personas que, en la práctica, pertenecían a otras personas: esa era una realidad cotidiana en el campo peruano a 150 años de inaugurada la República, realidad que no era desconocida sino más bien avalada por las autoridades electas del Perú. Afortunadamente, el pongo y el yanacona son figuras del pasado. Pero sus descendientes viven en una situación de abandono inaceptable, y sus derechos todavía no valen lo suficiente para las instituciones del Estado. Los sufrimientos e injusticias que pesan sobre sus espaldas todavía son interpretadas despreocupadamente como incidentes que hay que tolerar mientras el crecimiento de la riqueza se afirma.
¿Es esto una exageración? De ningún modo: la muerte cíclica, previsible, casi inexorable de niños y niñas también por enfermedades asociadas a las bajas temperaturas en las regiones andinas, nos releva de mayores demostraciones. Hemos logrado muchos y valiosos progresos colectivos en estos casi dos siglos. Sin embargo, las muertes de esos niños y niñas nos hablan también de un estruendoso fracaso.
No se trata, por supuesto, de predicar una actitud derrotista ni mucho menos autoflagelante. El presidente saliente declaró alguna vez, ante las críticas a su gestión, que ellas tenían como origen un supuesto carácter melancólico de los peruanos. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para comprenderlo, no se trata de un asunto de melancolía. Reemplazar la euforia y la celebración ruidosa por la meditación, la autocrítica y la introspección es una cuestión de madurez y de responsabilidad. Ser responsables, en este dominio, supone tener los ojos abiertos al horizonte histórico. Y lo que se ofrece en nuestro horizonte son múltiples cuentas pendientes y por tanto aquello que debería ser nuestra inquietud más urgente de ahora al 2021, tendría que ser el problema gravísimo de la exclusión social y el deber impostergable de combatirlo.
En una de las audiencias públicas de víctimas de la violencia que hace unos ocho años organizó la CVR, un ciudadano expresó la clave de este drama al decir: “Ojalá que algún día nosotros también seamos peruanos”. Se refería a su comunidad que sufrió arrasamiento sin que a nadie le interesara. Ser peruano, ser considerado un ciudadano pleno, es, increíblemente, todavía una aspiración trunca para centenares de miles de compatriotas. Esa aspiración, ciertamente, es una cuenta a ser saldada por parte de nuestro Estado y por la sociedad en su conjunto.
El aniversario que en estos días conmemoramos puede ser, por cierto, una fecha abierta al entusiasmo, a la celebración, a la afirmación colectiva. Pero tendría que serlo así por buenas razones, no por una mecánica complacencia ni por la activación ritual de un patriotismo folclórico: ese género de patriotismo que enaltece a lo peruano pero desdeña y desprecia a los peruanos.
Debemos celebrar una determinación, una resolución: la de mirar de frente a nuestra historia y decidirnos a transformarla.
En pocos días conmemoraremos el centesimononagésimo aniversario del nacimiento del Perú a la vida independiente; es decir, nos hallamos a solamente diez años de que se cumpla el bicentenario de nuestra independencia. Cierto es que, en última instancia, la cuenta de los años marca hitos arbitrariamente y que más importantes que las cifras redondas pueden ser ciertos momentos que, por su naturaleza misma, marcan inflexiones en el rumbo histórico de una sociedad. No obstante, también es verdad que un bicentenario posee un fuerte significado simbólico que nos sitúa frente a una fecha de reflexión y de análisis acerca de los logros y las deudas que aún tenemos frente a nosotros mismos. Tal meditación, ciertamente, no debería ser una ocurrencia ni una improvisación. Nos hallamos todavía en un momento adecuado para plantear proyectos seriamente concebidos respecto de lo que querríamos ver logrado hacia el año 2021.
La palabra desarrollo suele funcionar como una buena síntesis de lo que nos imaginamos como meta deseable, como aquello que quisiéramos ver realizado en un futuro determinado y cercano. Pero, precisamente por su omnipresencia en toda discusión sobre lo público, ese vocablo medio que ha perdido su más auténtico significado. No puede negarse que en los últimos 20 años se ha producido una interesante teorización sobre el desarrollo humano que no cabe desdeñar ni mucho menos ignorar. Sin embargo, es un hecho que el uso de un término de valor tan consensual a veces finaliza por desgastarse y provoca así alguna miopía frente a ciertas necesidades o en todo caso hace menos aguda nuestra percepción sobre los desafíos que debemos enfrentar con urgencia.
Una forma de recuperar la riqueza de ese “desarrollo” al que aspiramos consistiría, creo, en rescatar los dramas de nuestra vida republicana en toda su trágica vivacidad. Hace 40 años apenas, subsistían en el Perú, sin que fueran motivo de escándalo, instituciones y prácticas realmente inhumanas como la servidumbre. Personas que, en la práctica, pertenecían a otras personas: esa era una realidad cotidiana en el campo peruano a 150 años de inaugurada la República, realidad que no era desconocida sino más bien avalada por las autoridades electas del Perú. Afortunadamente, el pongo y el yanacona son figuras del pasado. Pero sus descendientes viven en una situación de abandono inaceptable, y sus derechos todavía no valen lo suficiente para las instituciones del Estado. Los sufrimientos e injusticias que pesan sobre sus espaldas todavía son interpretadas despreocupadamente como incidentes que hay que tolerar mientras el crecimiento de la riqueza se afirma.
¿Es esto una exageración? De ningún modo: la muerte cíclica, previsible, casi inexorable de niños y niñas también por enfermedades asociadas a las bajas temperaturas en las regiones andinas, nos releva de mayores demostraciones. Hemos logrado muchos y valiosos progresos colectivos en estos casi dos siglos. Sin embargo, las muertes de esos niños y niñas nos hablan también de un estruendoso fracaso.
No se trata, por supuesto, de predicar una actitud derrotista ni mucho menos autoflagelante. El presidente saliente declaró alguna vez, ante las críticas a su gestión, que ellas tenían como origen un supuesto carácter melancólico de los peruanos. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para comprenderlo, no se trata de un asunto de melancolía. Reemplazar la euforia y la celebración ruidosa por la meditación, la autocrítica y la introspección es una cuestión de madurez y de responsabilidad. Ser responsables, en este dominio, supone tener los ojos abiertos al horizonte histórico. Y lo que se ofrece en nuestro horizonte son múltiples cuentas pendientes y por tanto aquello que debería ser nuestra inquietud más urgente de ahora al 2021, tendría que ser el problema gravísimo de la exclusión social y el deber impostergable de combatirlo.
En una de las audiencias públicas de víctimas de la violencia que hace unos ocho años organizó la CVR, un ciudadano expresó la clave de este drama al decir: “Ojalá que algún día nosotros también seamos peruanos”. Se refería a su comunidad que sufrió arrasamiento sin que a nadie le interesara. Ser peruano, ser considerado un ciudadano pleno, es, increíblemente, todavía una aspiración trunca para centenares de miles de compatriotas. Esa aspiración, ciertamente, es una cuenta a ser saldada por parte de nuestro Estado y por la sociedad en su conjunto.
El aniversario que en estos días conmemoramos puede ser, por cierto, una fecha abierta al entusiasmo, a la celebración, a la afirmación colectiva. Pero tendría que serlo así por buenas razones, no por una mecánica complacencia ni por la activación ritual de un patriotismo folclórico: ese género de patriotismo que enaltece a lo peruano pero desdeña y desprecia a los peruanos.
Debemos celebrar una determinación, una resolución: la de mirar de frente a nuestra historia y decidirnos a transformarla.
BICENTENARIO
.Por Salomón Lerner F.
En pocos días conmemoraremos el centesimononagésimo aniversario del nacimiento del Perú a la vida independiente; es decir, nos hallamos a solamente diez años de que se cumpla el bicentenario de nuestra independencia. Cierto es que, en última instancia, la cuenta de los años marca hitos arbitrariamente y que más importantes que las cifras redondas pueden ser ciertos momentos que, por su naturaleza misma, marcan inflexiones en el rumbo histórico de una sociedad. No obstante, también es verdad que un bicentenario posee un fuerte significado simbólico que nos sitúa frente a una fecha de reflexión y de análisis acerca de los logros y las deudas que aún tenemos frente a nosotros mismos. Tal meditación, ciertamente, no debería ser una ocurrencia ni una improvisación. Nos hallamos todavía en un momento adecuado para plantear proyectos seriamente concebidos respecto de lo que querríamos ver logrado hacia el año 2021.
La palabra desarrollo suele funcionar como una buena síntesis de lo que nos imaginamos como meta deseable, como aquello que quisiéramos ver realizado en un futuro determinado y cercano. Pero, precisamente por su omnipresencia en toda discusión sobre lo público, ese vocablo medio que ha perdido su más auténtico significado. No puede negarse que en los últimos 20 años se ha producido una interesante teorización sobre el desarrollo humano que no cabe desdeñar ni mucho menos ignorar. Sin embargo, es un hecho que el uso de un término de valor tan consensual a veces finaliza por desgastarse y provoca así alguna miopía frente a ciertas necesidades o en todo caso hace menos aguda nuestra percepción sobre los desafíos que debemos enfrentar con urgencia.
Una forma de recuperar la riqueza de ese “desarrollo” al que aspiramos consistiría, creo, en rescatar los dramas de nuestra vida republicana en toda su trágica vivacidad. Hace 40 años apenas, subsistían en el Perú, sin que fueran motivo de escándalo, instituciones y prácticas realmente inhumanas como la servidumbre. Personas que, en la práctica, pertenecían a otras personas: esa era una realidad cotidiana en el campo peruano a 150 años de inaugurada la República, realidad que no era desconocida sino más bien avalada por las autoridades electas del Perú. Afortunadamente, el pongo y el yanacona son figuras del pasado. Pero sus descendientes viven en una situación de abandono inaceptable, y sus derechos todavía no valen lo suficiente para las instituciones del Estado. Los sufrimientos e injusticias que pesan sobre sus espaldas todavía son interpretadas despreocupadamente como incidentes que hay que tolerar mientras el crecimiento de la riqueza se afirma.
¿Es esto una exageración? De ningún modo: la muerte cíclica, previsible, casi inexorable de niños y niñas también por enfermedades asociadas a las bajas temperaturas en las regiones andinas, nos releva de mayores demostraciones. Hemos logrado muchos y valiosos progresos colectivos en estos casi dos siglos. Sin embargo, las muertes de esos niños y niñas nos hablan también de un estruendoso fracaso.
No se trata, por supuesto, de predicar una actitud derrotista ni mucho menos autoflagelante. El presidente saliente declaró alguna vez, ante las críticas a su gestión, que ellas tenían como origen un supuesto carácter melancólico de los peruanos. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para comprenderlo, no se trata de un asunto de melancolía. Reemplazar la euforia y la celebración ruidosa por la meditación, la autocrítica y la introspección es una cuestión de madurez y de responsabilidad. Ser responsables, en este dominio, supone tener los ojos abiertos al horizonte histórico. Y lo que se ofrece en nuestro horizonte son múltiples cuentas pendientes y por tanto aquello que debería ser nuestra inquietud más urgente de ahora al 2021, tendría que ser el problema gravísimo de la exclusión social y el deber impostergable de combatirlo.
En una de las audiencias públicas de víctimas de la violencia que hace unos ocho años organizó la CVR, un ciudadano expresó la clave de este drama al decir: “Ojalá que algún día nosotros también seamos peruanos”. Se refería a su comunidad que sufrió arrasamiento sin que a nadie le interesara. Ser peruano, ser considerado un ciudadano pleno, es, increíblemente, todavía una aspiración trunca para centenares de miles de compatriotas. Esa aspiración, ciertamente, es una cuenta a ser saldada por parte de nuestro Estado y por la sociedad en su conjunto.
El aniversario que en estos días conmemoramos puede ser, por cierto, una fecha abierta al entusiasmo, a la celebración, a la afirmación colectiva. Pero tendría que serlo así por buenas razones, no por una mecánica complacencia ni por la activación ritual de un patriotismo folclórico: ese género de patriotismo que enaltece a lo peruano pero desdeña y desprecia a los peruanos.
Debemos celebrar una determinación, una resolución: la de mirar de frente a nuestra historia y decidirnos a transformarla.
En pocos días conmemoraremos el centesimononagésimo aniversario del nacimiento del Perú a la vida independiente; es decir, nos hallamos a solamente diez años de que se cumpla el bicentenario de nuestra independencia. Cierto es que, en última instancia, la cuenta de los años marca hitos arbitrariamente y que más importantes que las cifras redondas pueden ser ciertos momentos que, por su naturaleza misma, marcan inflexiones en el rumbo histórico de una sociedad. No obstante, también es verdad que un bicentenario posee un fuerte significado simbólico que nos sitúa frente a una fecha de reflexión y de análisis acerca de los logros y las deudas que aún tenemos frente a nosotros mismos. Tal meditación, ciertamente, no debería ser una ocurrencia ni una improvisación. Nos hallamos todavía en un momento adecuado para plantear proyectos seriamente concebidos respecto de lo que querríamos ver logrado hacia el año 2021.
La palabra desarrollo suele funcionar como una buena síntesis de lo que nos imaginamos como meta deseable, como aquello que quisiéramos ver realizado en un futuro determinado y cercano. Pero, precisamente por su omnipresencia en toda discusión sobre lo público, ese vocablo medio que ha perdido su más auténtico significado. No puede negarse que en los últimos 20 años se ha producido una interesante teorización sobre el desarrollo humano que no cabe desdeñar ni mucho menos ignorar. Sin embargo, es un hecho que el uso de un término de valor tan consensual a veces finaliza por desgastarse y provoca así alguna miopía frente a ciertas necesidades o en todo caso hace menos aguda nuestra percepción sobre los desafíos que debemos enfrentar con urgencia.
Una forma de recuperar la riqueza de ese “desarrollo” al que aspiramos consistiría, creo, en rescatar los dramas de nuestra vida republicana en toda su trágica vivacidad. Hace 40 años apenas, subsistían en el Perú, sin que fueran motivo de escándalo, instituciones y prácticas realmente inhumanas como la servidumbre. Personas que, en la práctica, pertenecían a otras personas: esa era una realidad cotidiana en el campo peruano a 150 años de inaugurada la República, realidad que no era desconocida sino más bien avalada por las autoridades electas del Perú. Afortunadamente, el pongo y el yanacona son figuras del pasado. Pero sus descendientes viven en una situación de abandono inaceptable, y sus derechos todavía no valen lo suficiente para las instituciones del Estado. Los sufrimientos e injusticias que pesan sobre sus espaldas todavía son interpretadas despreocupadamente como incidentes que hay que tolerar mientras el crecimiento de la riqueza se afirma.
¿Es esto una exageración? De ningún modo: la muerte cíclica, previsible, casi inexorable de niños y niñas también por enfermedades asociadas a las bajas temperaturas en las regiones andinas, nos releva de mayores demostraciones. Hemos logrado muchos y valiosos progresos colectivos en estos casi dos siglos. Sin embargo, las muertes de esos niños y niñas nos hablan también de un estruendoso fracaso.
No se trata, por supuesto, de predicar una actitud derrotista ni mucho menos autoflagelante. El presidente saliente declaró alguna vez, ante las críticas a su gestión, que ellas tenían como origen un supuesto carácter melancólico de los peruanos. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para comprenderlo, no se trata de un asunto de melancolía. Reemplazar la euforia y la celebración ruidosa por la meditación, la autocrítica y la introspección es una cuestión de madurez y de responsabilidad. Ser responsables, en este dominio, supone tener los ojos abiertos al horizonte histórico. Y lo que se ofrece en nuestro horizonte son múltiples cuentas pendientes y por tanto aquello que debería ser nuestra inquietud más urgente de ahora al 2021, tendría que ser el problema gravísimo de la exclusión social y el deber impostergable de combatirlo.
En una de las audiencias públicas de víctimas de la violencia que hace unos ocho años organizó la CVR, un ciudadano expresó la clave de este drama al decir: “Ojalá que algún día nosotros también seamos peruanos”. Se refería a su comunidad que sufrió arrasamiento sin que a nadie le interesara. Ser peruano, ser considerado un ciudadano pleno, es, increíblemente, todavía una aspiración trunca para centenares de miles de compatriotas. Esa aspiración, ciertamente, es una cuenta a ser saldada por parte de nuestro Estado y por la sociedad en su conjunto.
El aniversario que en estos días conmemoramos puede ser, por cierto, una fecha abierta al entusiasmo, a la celebración, a la afirmación colectiva. Pero tendría que serlo así por buenas razones, no por una mecánica complacencia ni por la activación ritual de un patriotismo folclórico: ese género de patriotismo que enaltece a lo peruano pero desdeña y desprecia a los peruanos.
Debemos celebrar una determinación, una resolución: la de mirar de frente a nuestra historia y decidirnos a transformarla.
KAPSOLI
)
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Historiador Wilfredo Kapsoli reedita libro Los ayllus del sol. Libro es la prueba de que el anarquismo no solo fue urbano, sino también campesino, y tuvo un gran accionar.
Pedro Escribano.
–Usted es historiador y ha reeditado un libro. ¿Cuál es la vigencia de esta obra?
–El libro es una investigación de largos años en archivos, trabajo de campo, entrevistas. La importancia del libro es que por primera vez en la memoria colectiva se hace conocer que el fenómeno del anarquismo no solamente fue una ideología que comprometió y permitió que los sindicalistas obreros urbanos actuaran bajo ese signo realizando una seria de protestas y reivindicaciones, fundamentalmente la conquista de 8 horas de trabajo; en mi libro se llega a demostrar que hubo una andinización del anarquismo, esto es que esta ideología no solamente capto líderes campesinos, sino también propició la formación de un periódico, Tahuantinsuyo, la creación de la Confederación Obrera Regional Indígena Peruana y también la práctica de una serie de congresos indígenas que no solamente captaban militantes anarquistas sino también proponían un programa reivindicativo que se sustentó básicamente en la búsqueda de la destrucción del poder, búsqueda de la libertad, el cultivo del arte, la identificación con la naturaleza.
–¿Y actuaban solos?
–No. El otro aspecto es que estos líderes anarquistas actuaron casi en manera paralela y también en alianza con los indígenas que intentaban restaurar el Tahuantinsuyo, que decían ser los nuevos incas redentores y que querían que en el Perú se produjera un nuevo Pachacuti. Este concepto de Pachacuti es fundamental porque es el mundo al revés. Desde entonces siempre ha existido la esperanza del retorno del inca y se gestan las luchas milenaristas.
–¿Qué indicio dio lugar para la investigación que ha hecho sobre la andinización del anarquismo?
–Cuando yo hice mi tesis de bachiller sobre el campesinado peruano entre 1919 y 1930, encontraba algunas referencias sobre presencia anarquista, pero muy aislada. Luego cuando hice el ensayo Movimientos campesinos en Perú, igualmente estos signos aparecían, pero no tenía la certeza o digamos la evidencia fáctica documental que permitiera afirmar esta tesis que luego he demostrado. Sucede que el librero de viejo, un señor Johnson que tenía su librería aquí en el Centro de Lima, había comprado la biblioteca de un señor Humberto Morey, que había sido anarquista, socialista y aprista; tenía muchos documentos y folletos sobre este tema. Allí encontré las pruebas de mis sospechas.
El dato
Reedición. Se editó por primera vez en 1984. Ahora es reeditado por la Asamblea Nacional de Rectores y el Instituto José Antonio Encinas. Incluye las palabras de presentación de Luis Lumbreras de la primera edición.
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Historiador Wilfredo Kapsoli reedita libro Los ayllus del sol. Libro es la prueba de que el anarquismo no solo fue urbano, sino también campesino, y tuvo un gran accionar.
Pedro Escribano.
–Usted es historiador y ha reeditado un libro. ¿Cuál es la vigencia de esta obra?
–El libro es una investigación de largos años en archivos, trabajo de campo, entrevistas. La importancia del libro es que por primera vez en la memoria colectiva se hace conocer que el fenómeno del anarquismo no solamente fue una ideología que comprometió y permitió que los sindicalistas obreros urbanos actuaran bajo ese signo realizando una seria de protestas y reivindicaciones, fundamentalmente la conquista de 8 horas de trabajo; en mi libro se llega a demostrar que hubo una andinización del anarquismo, esto es que esta ideología no solamente capto líderes campesinos, sino también propició la formación de un periódico, Tahuantinsuyo, la creación de la Confederación Obrera Regional Indígena Peruana y también la práctica de una serie de congresos indígenas que no solamente captaban militantes anarquistas sino también proponían un programa reivindicativo que se sustentó básicamente en la búsqueda de la destrucción del poder, búsqueda de la libertad, el cultivo del arte, la identificación con la naturaleza.
–¿Y actuaban solos?
–No. El otro aspecto es que estos líderes anarquistas actuaron casi en manera paralela y también en alianza con los indígenas que intentaban restaurar el Tahuantinsuyo, que decían ser los nuevos incas redentores y que querían que en el Perú se produjera un nuevo Pachacuti. Este concepto de Pachacuti es fundamental porque es el mundo al revés. Desde entonces siempre ha existido la esperanza del retorno del inca y se gestan las luchas milenaristas.
–¿Qué indicio dio lugar para la investigación que ha hecho sobre la andinización del anarquismo?
–Cuando yo hice mi tesis de bachiller sobre el campesinado peruano entre 1919 y 1930, encontraba algunas referencias sobre presencia anarquista, pero muy aislada. Luego cuando hice el ensayo Movimientos campesinos en Perú, igualmente estos signos aparecían, pero no tenía la certeza o digamos la evidencia fáctica documental que permitiera afirmar esta tesis que luego he demostrado. Sucede que el librero de viejo, un señor Johnson que tenía su librería aquí en el Centro de Lima, había comprado la biblioteca de un señor Humberto Morey, que había sido anarquista, socialista y aprista; tenía muchos documentos y folletos sobre este tema. Allí encontré las pruebas de mis sospechas.
El dato
Reedición. Se editó por primera vez en 1984. Ahora es reeditado por la Asamblea Nacional de Rectores y el Instituto José Antonio Encinas. Incluye las palabras de presentación de Luis Lumbreras de la primera edición.
MUERTE DE ENAPU
.Por: Humberto Campodónico
El otorgamiento de todo el Terminal Norte del Callao a APM Terminals hace dos semanas es el resultado final de la política del actual gobierno de concesionar (en verdad, privatizar) la empresa estatal ENAPU, a pesar de la existencia de alternativas viables para su repotenciamiento. Al hacerlo, se ha hipotecado la capacidad del Estado en materia de política portuaria, al mismo tiempo que ha activado “bombas de tiempo” para el próximo gobierno.
Esto ha motivado la renuncia del presidente de ENAPU, Mario Arbulú, quien acaba de declarar que “el proceso de concesión ha generado un modelo con el que yo también discrepo. Será la historia la que juzgue. Nosotros propusimos una alianza estratégica entre Enapu y un socio privado de primer nivel mundial” (14/7/2011). Más allá de la bastante tardía de la protesta de Arbulú, tiene razón sobre el fondo del asunto.
Agrega: “Se creó un comité especial de privatización porque dijeron que ENAPU no podía ser juez y parte. Luego salió el Decreto Supremo en el que se decidió por un proceso de concesión en el que no tuviéramos ninguna injerencia” (14 de julio 2011).
Como consecuencia, el operador del Muelle Sur, Dubai Ports World, ha entablado una demanda al gobierno peruano ante el CIADI por competencia desleal. Dice DP World que APM Terminals “va a tener una serie de incentivos económicos que permiten la artificial reducción de precios en servicios portuarios tales como el acceso a un flujo de ganancias provenientes de una concesión en operación”. (La República, 3/7/2011).
Agrega que “a ello se suma el uso gratuito de grúas pórtico y el uso libre de las recientes mejoras de la infraestructura efectuadas por Enapu, por un monto de US$ 208 millones. En cambio, el Muelle Sur no recibió ningún tipo de subvención, debiendo ser construido en su totalidad con financiamiento privado” (ídem).
Las demandas de DP World confirman que ENAPU podía perfectamente llevar a cabo las inversiones de US$ 350 millones que figuran en la concesión con APM. Claro, porque éstas se van a realizar con las utilidades netas de ENAPU, que ascendieron a S/.208 millones en los últimos 3 años (ver cuadro). Este nivel de utilidades facilita a la empresa conseguir los recursos adicionales en los mercados financieros.
Además, APM tendrá mayores utilidades en el Terminal Norte porque no tendrá que pagar los 55 millones de soles anuales que ENAPU tiene que pagar a los jubilados de la empresa. Al sumar el pago de pensiones a la Utilidad Neta puede apreciarse que el flujo de Enapu aumenta sustantivamente.
Los sucesivos gobiernos le han cargado estas obligaciones a las empresas públicas (ENAPU, Petroperú, Electroperú) para que no puedan sobresalir en sus operaciones. Dicho de otra manera, las obligan a competir con un brazo amarrado a la espalda. Eso lo dice la propia FONAFE cuando admite que “la utilidad neta del 2010 se ha reducido en 63%, debido principalmente a la transferencia al Fondo de Reservas Previsionales y en la provisión para el pago de dichas obligaciones” (www.fonafe.gob.pe).
Hay más. ENAPU solo va a recibir el 17% de las utilidades netas de APM, lo que significa que la estatal se queda sin el 90% de sus ingresos. Esto va a obligar al Estado a subsidiar los 11 puertos provinciales del resto del país, además que ENAPU no podrá cumplir con las pensiones y jubilaciones.
Esta privatización es el puntillazo final dado por este gobierno, al amparo del dogma de la “subsidiariedad de la actividad empresarial del Estado”, decretada por la Constitución de 1993 (Art. 60). Motivo por el cual, pensamos, se impone su revisión total pues, a todas luces, perjudica los intereses del Estado peruano.
El otorgamiento de todo el Terminal Norte del Callao a APM Terminals hace dos semanas es el resultado final de la política del actual gobierno de concesionar (en verdad, privatizar) la empresa estatal ENAPU, a pesar de la existencia de alternativas viables para su repotenciamiento. Al hacerlo, se ha hipotecado la capacidad del Estado en materia de política portuaria, al mismo tiempo que ha activado “bombas de tiempo” para el próximo gobierno.
Esto ha motivado la renuncia del presidente de ENAPU, Mario Arbulú, quien acaba de declarar que “el proceso de concesión ha generado un modelo con el que yo también discrepo. Será la historia la que juzgue. Nosotros propusimos una alianza estratégica entre Enapu y un socio privado de primer nivel mundial” (14/7/2011). Más allá de la bastante tardía de la protesta de Arbulú, tiene razón sobre el fondo del asunto.
Agrega: “Se creó un comité especial de privatización porque dijeron que ENAPU no podía ser juez y parte. Luego salió el Decreto Supremo en el que se decidió por un proceso de concesión en el que no tuviéramos ninguna injerencia” (14 de julio 2011).
Como consecuencia, el operador del Muelle Sur, Dubai Ports World, ha entablado una demanda al gobierno peruano ante el CIADI por competencia desleal. Dice DP World que APM Terminals “va a tener una serie de incentivos económicos que permiten la artificial reducción de precios en servicios portuarios tales como el acceso a un flujo de ganancias provenientes de una concesión en operación”. (La República, 3/7/2011).
Agrega que “a ello se suma el uso gratuito de grúas pórtico y el uso libre de las recientes mejoras de la infraestructura efectuadas por Enapu, por un monto de US$ 208 millones. En cambio, el Muelle Sur no recibió ningún tipo de subvención, debiendo ser construido en su totalidad con financiamiento privado” (ídem).
Las demandas de DP World confirman que ENAPU podía perfectamente llevar a cabo las inversiones de US$ 350 millones que figuran en la concesión con APM. Claro, porque éstas se van a realizar con las utilidades netas de ENAPU, que ascendieron a S/.208 millones en los últimos 3 años (ver cuadro). Este nivel de utilidades facilita a la empresa conseguir los recursos adicionales en los mercados financieros.
Además, APM tendrá mayores utilidades en el Terminal Norte porque no tendrá que pagar los 55 millones de soles anuales que ENAPU tiene que pagar a los jubilados de la empresa. Al sumar el pago de pensiones a la Utilidad Neta puede apreciarse que el flujo de Enapu aumenta sustantivamente.
Los sucesivos gobiernos le han cargado estas obligaciones a las empresas públicas (ENAPU, Petroperú, Electroperú) para que no puedan sobresalir en sus operaciones. Dicho de otra manera, las obligan a competir con un brazo amarrado a la espalda. Eso lo dice la propia FONAFE cuando admite que “la utilidad neta del 2010 se ha reducido en 63%, debido principalmente a la transferencia al Fondo de Reservas Previsionales y en la provisión para el pago de dichas obligaciones” (www.fonafe.gob.pe).
Hay más. ENAPU solo va a recibir el 17% de las utilidades netas de APM, lo que significa que la estatal se queda sin el 90% de sus ingresos. Esto va a obligar al Estado a subsidiar los 11 puertos provinciales del resto del país, además que ENAPU no podrá cumplir con las pensiones y jubilaciones.
Esta privatización es el puntillazo final dado por este gobierno, al amparo del dogma de la “subsidiariedad de la actividad empresarial del Estado”, decretada por la Constitución de 1993 (Art. 60). Motivo por el cual, pensamos, se impone su revisión total pues, a todas luces, perjudica los intereses del Estado peruano.
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