El antropólogo belga murió esta semana. Tenía cien años cumplidos y una obra que ha dejado huella.
Por Rocío silva Santisteban
La primera vez que escuché hablar de Claude Lévi-Strauss tenía trece años y mi padre se había enfrascado en una conversación con un colega sobre algunos detalles de su famosa teoría estructuralista. La única referencia que tenía personalmente de ese nombre era la marca de mis blue jeans y haciéndome la sabihonda, les hice el comentario respectivo, y la respuesta fue una sonora carcajada. Como me quedé con el puchero asomando suavemente por las comisuras de los labios, mi padre me prestó “Tristes Trópicos”, en una edición de Editorial Tusquets. No entendí nada. Ese libro contenía palabras que no estaban consignadas en mi Pequeño Laurousse Ilustrado. Me dio tanta cólera, que me hice el firme propósito de entenderlo.
Solo muchos años después, dictando el curso que ahora llevo en la Universidad Ruiz de Montoya, he podido tratar de entender un poco más la mente genial del recientemente fallecido antropólogo y etnólogo belga. Lévi-Strauss fue quien hizo comprender a la intelectualidad occidental que las diferencias entre “salvajes y civilizados” en realidad son solo asunto de matices y de lo que posteriormente se denominó “etnocentrismo”, es decir, creer que nuestra cultura es la “buena, correcta y única posible”. Lévi-Strauss provocó con sus propuestas los primeros acercamientos a la alteridad radical, la idea de que cada ser humano organiza una cultura según su entorno y que cada cultura tiene una serie de normas lógicas que permiten, precisamente, la supervivencia.
Si bien es cierto que hoy en día algunas de sus propuestas han quedado rezagadas por los acercamientos antropológicos de Clifford Geertz o de otros autores, el magisterio que Lévi-Strauss ejerció sobre la incipiente ciencia de la antropología durante los años 50 y 60 del siglo pasado es de una importancia capital. Y no solo para esa ciencia: sin Lévi-Strauss el psicoanalista Jacques Lacan no hubiera podido desarrollar el empaque “cultural-lingüístico” de su obra y Simone de Beauvoir no hubiera podido escribir “El segundo sexo”, pues es Lévi-Strauss quien le presta su tesis de doctorado aún inédita para que ella posteriormente desarrolle su idea-fuerza “la mujer no nace, se hace”.
Dos hechos vitales fueron fundamentales para el desarrollo de la obra de este antropólogo que odiaba los viajes: precisamente su primer viaje a Brasil huyendo del servicio militar francés –donde pasó mucho tiempo con los indígenas del Matto Grosso– y su estancia en Nueva York, donde conoció al lingüista ruso Roman Jakobson, y pudo afinar su teoría estructuralista, sin duda, una de las propuestas de pensamiento más influyentes del siglo XX. El primer libro de sus famosas Mitologías, “Lo crudo y lo cocido”, se refiere precisamente a la importancia de la gastronomía y la ingesta calórica para organizar, muchas veces, las diversas maneras de pensar: sin posibilidad de cocción de los alimentos, no hay “concepto” de crudo ni de cocido. Solo la experiencia permite crear nuevos paradigmas.
Me cuentan, no sé si será verdad, que a veces Claude Lévi-Strauss, con sus cien años a cuestas, se aparecía a mediodía por la ventana de su oficina, y que la gente en las calles de París lo aplaudía.
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