martes, 5 de enero de 2010
Marilyn Monroe
El 5 de agosto de 1962 Marilyn Monroe estaba invitada a una fiesta en casa de Peter Lawford. Dicen que allí se encontraría con Robert Kennedy, con quien mantenía un sólido affaire. Tres meses antes, en el Madison Square Garden, le había cantado el famoso Happy Birthday al presidente John Kennedy, a quien había conocido en una fiesta en 1954. Fue a principios de 1955, al parecer, que Marilyn, divorciada de Joe Di Maggio, empezó su larga relación con John Kennedy, resumen de la hipocresía católica. Sus biógrafos no se ponen de acuerdo en determinar si ella esperaba de ese enredo algo más de lo que solía esperar: sexo a duras penas, un poco de cariño, una pizca de reconocimiento. Su vida la había pasado dejando plantados a hombres que la querían y dándose a hombres que la querían usar. No se requiere de ningún texto de Freud para imaginar que detrás de esa cacería de infortunios estaba la búsqueda de la manta que le fue negada cuando niña, el buenas noches que no le oyó al papá panadero y en fuga, el no te preocupes que su madre no le pudo decir desde los sucesivos manicomios donde fue recluida. Con John Kennedy, desde luego, se volvió a equivocar. Sería por eso que lo echaba de menos. Porque lo curioso y lo perverso es que apenas encontraba algo que se pareciera a un hogar, a Marilyn la llamaba otra vez la intemperie.Por eso había dejado tan feamente a Arthur Miller, que sí la amaba, por Ives Montand, que sólo quería disfrutar del mito. Y por eso y por muchas otras cosas se había enredado con Frank Sinatra, el reducidor de cabezas más grande de Hollywood, y se había internado, deprimida hasta el tuétano, en una clínica psiquiátrica en el invierno de 1961. Pero su película ya estaba escrita, aunque se hiciera lenta y anárquicamente como algunas de las producciones de John Huston. Por eso aquel 5 de agosto de 1962, borracha como había estado las últimas semanas, llamó al FBI, a la Casa Blanca y a Peter Lawford. Nadie le contestó. No había nadie. Se sentía nadie. Tenía 36 años y era bella como un ángel y triste como una despedida. Así que cogió el frasco de Nembutal y se tomó las cápsulas una por una. Si no había sido dueña de su vida – ni se reconocía en el nombre de las marquesinas ni en el tono lavanda de su pelo- sería dueña de su muerte, editora soberana de su propio final.
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