.Por Luis Jaime Cisneros
Qué pena me ha dado tanto dato sobre el numeroso grupo de ciudadanos que han cambiado su inscripción partidaria, para poder ser candidatos en las filas de otra agrupación. Y no me han apenado menos los comentarios de alguna prensa. Triste noticia sobre nuestra vida política y sobre nuestra vida democrática. Mucho (y desagradable) nos ofrece la noticia sobre la pobre educación cívica que la escuela puede ofrecernos. Ya era desagradable reconocer que somos un país más de caudillos que de ideas. En algunos casos, desaparecido el caudillo, se acabó el fervor, se acabó el entusiasmo, se derritió la fe. La cosa es grave, porque si somos capaces de vivir sin ideas, sin fe en los valores determinados, es difícil que podamos proponernos reflexionar sobre el futuro gobierno del país.
Las candidaturas surgen y se esfuman por arte de birlibirloque. Y ciertamente, ha llegado la hora de reflexionar. Si en estos temas relacionados con las elecciones no ponemos inteligencia y reflexión, seremos responsables. La indiferencia cívica es peor que el terrorismo. Los partidos políticos realmente organizados no llegan a cuatro en el país: tienen larga vida y los respalda trabajo parlamentario y trabajo de gobierno. Lo demás es fanfarria. Lo único cierto que tenemos, cada vez que hay elecciones, son candidatos. No todos parecen asignar al acontecimiento la seriedad de que está revestido.
La escuela debe prevenir a los muchachos. Buen número de ellos inauguran pronto su vida cívica y están a merced de la farándula, privados de entrenamiento, ajenos a las promesas seductoras de tanto inspirado orador. Bien entrenados estarían estos muchachos si la escuela hubiera aclarado con ellos, en sesiones de educación cívica, cómo es necesario haber concluido los estudios secundarios y haber adquirido entrenamiento en algún tipo de servicio comunitario, o en alguna profesión, para poder aspirar a una curul en el parlamento. El recién egresado de la Secundaria debe saber estas cosas para elegir con responsabilidad, y para de ese modo premiar méritos y valores.
El voto es necesariamente fruto de reflexión y análisis. Todo aquello de que hemos sido testigos estos últimos 20 años no debe volver a ocurrir. De nosotros depende. Nuestra es la responsabilidad. Nuestro es el compromiso.
En verdad, la escuela no ha hecho mucho por la educación cívica de los estudiantes. Nuestro mapa político denuncia cómo funciona nuestro sistema educativo. En la escuela deberíamos aprender cómo aprender a no dejarnos gobernar de cualquier manera y a defender nuestros principios cívicos. Pero a cumplir con esos deberes debe también empeñar la escuela todo su esfuerzo. Tengo muy grabadas las palabras con que Eugenio María de Hostos arengó a los portorriqueños, en una famosa jornada cívica: “Dadme la verdad, y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad, destruiréis el mundo. Y yo con la verdad, con sólo la verdad, reconstruiré el mundo tantas veces cuanto lo hayáis vosotros destruido”.
Las repetíamos con entusiasmo cuando aprendimos que lo que debemos aprender a defender en las urnas es la verdad. Verdad en los contenidos. Nos recordaron en el aula el nombre de todos los que habían trabajado para asegurar a su patria justicia, trabajo y libertad. Nunca oímos en la escuela, a propósito de estos temas políticos, la palabra corrupción. Nunca, que se pudiera ‘mentir’ o ‘traicionar’. Entonces, todo lo referido a la política parecía sinónimo de ‘honradez’. Si nos atenemos a las noticias periodísticas, de este como del Viejo Mundo, las cosas han cambiado. Dos maneras hay en que se nos hacen visibles. O hay muchas agrupaciones políticas, y por tanto, muchos aspirantes. O hay que reforzar los viejos principios para defender viejos valores. Pero insisto: a la escuela corresponde rescatar a la democracia de esta confusión, revivir los valores fundamentales y devolvernos la fe en el porvenir, que es la fe en el trabajo que realizan los partidos políticos, como garantía de una vida democrática. Todavía en América somos caudillistas. Eso quiere decir falta de fe en las ideas y exagerado interés por el poder. Debemos aprender a preocuparnos por el gobierno, y no por el poder. Nos lo enseñaron los griegos.
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