Por Rocío Silva Santisteban
Quizás la candidatura de Jaime Bayly sea un tongo o un chongo como dice este mismo suplemento en su número anterior, pero no deja de poner de manera frontal y desfachatada algunos temas peliagudos sobre la mesa: esos temas de los que todos tienen miedo de hablar. Y si alguna ventaja tiene Bayly, es que no tiene rabo de paja, su pasado lo conocemos todos, o por lo menos, los que hemos leídos sus novelas, así que dice lo que dice porque no hay nada escondido, nada atroz que no haya sido parte de su performance televisiva y por eso mismo tira a la cara de los políticos su más ferviente radicalidad. Personalmente estoy de acuerdo con todos los puntos de su programa, excepto con uno (el indulto a Fujimori); pero sobre todo, con el tema del anti-militarismo. Ese espacio de pánico por el que ningún político se atreve a transitar.
Las fuerzas armadas en nuestro país han representado, de manera opuesta, los valores de la patria y, a su vez, la crueldad de la carnicería humana. Militar fue Francisco Bolognesi y también los que masacraron a 35 niños en Putis; militares de diversa índole fueron los golpistas Velasco Alvarado o Mercado Jarrín, quienes cambiaron de una vez y para siempre la mentalidad de muchos oprimidos peruanos con las consignas que yo misma repetía desde mi niñez: “campesino el patrón no comerá más de tu pobreza”; pero también militares han sido los corruptos y asesinos Montesinos, Martin Rivas y el chantajista de Ponce Feijoó. Militar fue mi tatarabuelo Miguel Iglesias, un héroe en Miraflores y un traidor en Cajamarca. ¿De militares no estará empedrado el camino del infierno?
Por eso mismo, que el monopolio de la violencia lo tenga el Estado es el contrato social al que hemos acordado casi todas las naciones del planeta desde la Revolución Francesa, pero eso no tiene por qué implicar la especialización y profesionalización de las Fuerzas Armadas. Invertir en armas en este momento, como lo han dicho varios miembros de este gobierno y en eso sí estoy de acuerdo, es contraproducente –yo aumentaría que también es inmoral– cuando somos el último país en comprensión lectora: eso de que las armas que tenemos sirven para disuadir es una estupidez mayúscula; los militares peruanos en estos últimos días han demostrado que las armas que compran las fuerzas armadas chilenas con sus ganancias del cobre no necesariamente nos disuadirán en caso de un enfrentamiento. Entonces, ¿de qué estamos hablando? No sé si será porque soy mujer y nunca jugué son soldados ni armas ni escopetas: pero definidamente no entiendo que la democracia asiente sus pilares sobre instrumentos que matan a seres humanos.
El antimilitarismo no es una posición en contra de los soldados como guerreros ni de los hombres como valientes: entendemos el militarismo como un sistema de dominación bélica que consiste en la influencia, presencia y penetración de las diversas formas, normas, ideología y fines militares en la sociedad civil cuya lógica está determinada por la violencia como forma de resolver los conflictos. Uno de los problemas que tenemos en nuestro imaginario desde siempre consiste, precisamente, en pensar que la autoridad deviene por la jerarquía y no por la legitimidad, por la violencia y no por el consenso: los primeros valores militares que no necesariamente son valores democráticos. Por eso mismo uno de los problemas del Perú es el autoritarismo: creemos que sólo el autoritario es quien puede imponer orden. Falacia de falacias: error de errores.
Es hora de llevar el debate del antimilitarismo del chongo a la seriedad.
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