Por: Maruja Muñoz Ochoa*
“Así está escrito en la leyenda del lugar que ahora llaman Haití, la primera república independiente de los negros. No sé lo que eso significa, pero debe ser importante, porque los negros lo dicen aplaudiendo y los blancos con rabia”, dice Zarité Sedella, esclava haitiana que resistió tormentos y vejaciones sin declinar en su ideal de libertad y a la que Isabel Allende da voz en su novela “La isla bajo el mar”.
Zarité llegó a Saint-Domingué (Haití) en el vientre de una africana que fue violada por un marinero francés en el trayecto del puerto de Burdeos, al territorio cedido por España a Francia a fines del siglo XVII, “que habría de convertirse en la colonia más rica del mundo”, donde se producía “un tercio de las exportaciones de Francia”, sobre todo “oro dulce” (azúcar), cuenta la escritora chilena. Zarité encarna la vida, pasión y ultrajes por las que pasaron millones de luchadoras sociales africanas, mulatas, zambas, que poblaron las colonias de sur a norte de América y de quienes no se habla ni en el Día Internacional de la Mujer.
La huida de Harriet
“Los tambores son la herencia de mi madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre. Nadie puede conmigo entonces”, dice Zarité. Así pensaría Harriet Tubman cuando en 1849 huyó de la esclavitud en Maryland para convertirse en activista abolicionista en Filadelfia; en combatiente por los “unionistas” en la Guerra de Secesión (1861), donde fue la primera mujer negra al mando de un batallón armado. Dirigió el asalto a Combahee River (1863) y liberó a más de setecientos esclavos. Terminada la guerra, enfiló su lucha por los derechos civiles de la mujer, junto a Susan Brownell y Emily Howland,
Ícono abolicionista
Los afroamericanos la consideran un símbolo del Underground Railroad, que era una red clandestina de socorro de cimarrones y blancos abolicionistas para ayudar a esclavos en fuga. Harriet fue la “conductora” de esta red. Los esclavistas ofrecían abultada recompensa por su captura, viva o muerta, pero en los diecinueve viajes que hizo al sur, liberando esclavos, no fue atrapada ni perdió un solo “pasajero”. A su muerte, en 1913, fue enterrada con honores militares en Auburn, ciudad que la homenajeó con una placa en el Palacio de Justicia.
La mujer sentada
Harriet y Rosa Parks, quien en 1955 se negó a ceder el asiento a un hombre blanco en un autobús, allanaron el camino para que se cumpla el sueño de Martín Luther King: que un afroamericano, Barack Obama, ocupe la presidencia de Estados Unidos.
La “zamba” Micaela
“Sácate la libertad del corazón”, le dijeron a Zarité. Pero Micaela Bastidas Puyucahua, educada bajo ideales libertarios, por su padre —español descendiente de esclavos africanos y liberto antes de embarcarse al Perú—, creía que mientras la chispa existiera en el alma, la flama podía prender en toda América y de eso hablaba con José Gabriel Condorcanqui, mientras se amaban, como lo refiere su biógrafo Carlos Daniel Valcárcel.
Prueba de ello son las cartas de Micaela a Túpac Amaru: “Chepe mío, estás perdiendo el tiempo; hasta cuándo me vas a llenar de pesadumbres; por qué te equivocas, por qué no marchas al Cusco”.
En la misiva del 7 de diciembre de 1780, la “Zamba Bastidas”, como peyorativamente la llamaban sus enemigos, anunció a su esposo el propósito de reclutar gente “para estar rodeando poco a poco el Cusco”, toda vez que peligraba la rebelión.
El 18 de mayo de 1781, Micaela Bastidas junto a su esposo, hijos y seguidores fueron ultimados en la Plaza de Armas del Cusco. Desoír a Micaela y a Tomasa Tito —cuyo batallón de mujeres era como la central de inteligencia de los insurgentes— interrumpió en más de un siglo el proceso independentista.
Catalina, heroína
Catalina Buendía de Pecho forjó su carácter y don de liderazgo, mientras recogía algodón en las haciendas iqueñas y en las del distrito San José de Los Molinos. La mañana del 20 de octubre de 1882, un viajero divisó tropas chilenas acercándose a la zona.
“¡Vienen los chilenos!”, fue el grito que, en plena faena, oyó Catalina. Decidida a impedir la invasión, movilizó a la población. “¡A la plaza! ¡No pasarán!, ¡Viva el Perú!”. Portando escopetas, hondas, barretas, puñales, trozos de metal, todo lo que sirviera para la defensa, los reunidos se encaminaron hacia El Cerrillo, en las estribaciones de los Andes iqueños.
Parapetados tras las rocas aguardaron al invasor, en medio del sofocante calor. Catalina organizó la defensa muy próxima a los chilenos. Dispuso que trajeran chicha de jora a la que agregó el zumo de las vainas del arbusto llamado piñón, un veneno mortífero.
Los chilenos, preveían una emboscada, entonces Catalina se adelantó y ofreció la chicha envenenada al comandante de la tropa, elogiando el triunfo que habían tenido en otros poblados, así engañó a los chilenos quienes accedieron a beber por el éxito.
Pero el comandante pidió a Catalina que bebiera antes que él. Así fue. Minutos después Catalina se desplomó, mientras que el oficial, moribundo, disparó a la mujer y cayó muerto al igual que sus soldados.
Así cantan los iqueños. “Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre mientras baila”.
Lucha en el Perú
Las afroamericanas-latinas-caribeñas tenían dos caminos para liberarse: resistir con fingida sumisión o luchar como lo hicieron en 1844 las esclavas de la hacienda La Pampa, en Trujillo, histórico levantamiento, similar al que un año después propiciaron las de la hacienda La Punta, en Zaña, como cuenta el Dr. José Campos Dávila. “Las esclavas idearon formas de resistencia: trabajaban doble jornada para que el fruto de su vientre naciera libre; aceptaban que sus amos las emplearan como prostitutas —muy rentable para el esclavista— a cambio de su libertad, pero el modo más radical era el cimarronaje o la rebelión. En el Palenque de Huachipa hubo varias cimarronas, al igual que en Bujama y El Guayabo (Chincha). Eran las transmisoras de información y proveían de alimentos, medicinas y alojamiento a los que habían logrado escapar.
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