Por Antonio Zapata
65 años atrás, el 9 de mayo de 1945, Alemania nazi capituló ante los aliados. La II Guerra Mundial había costado la vida de más de cincuenta millones de personas, la inmensa mayoría de los cuales fueron civiles. Pocos días antes se había suicidado Adolfo Hitler, quien venía de cumplir 56 años de edad. Tomando en cuenta que hasta sus 30 había sido un perfecto desconocido, resulta que toda su carrera de político fascista la realizó en sólo un cuarto de siglo. ¿Cómo pudo encumbrarse tan rápido y propiciar el mayor genocidio de la historia universal?
La opción política desarrollada por Hitler partía del desprecio por los métodos democráticos. Desde el comienzo, su propuesta fue totalitaria y definida por el enfrentamiento a muerte contra sus enemigos fundamentales: comunistas y judíos. Es más, llegó al poder construyendo el partido nazi, que nacido de las elecciones iba a terminar con ellas. No era un gris dictador militar; por el contrario, fue un gran orador de masas y realizó una intensa agitación política que, paradójicamente, ganó el corazón de uno de los pueblos más cultos de la vieja Europa.
La gran biografía moderna del dictador alemán se debe a Ian Kershaw, quien relata la primera sorpresa que acompañó la carrera de Hitler. Ni siquiera había nacido en Alemania, sino en Austria, en otro Estado Nación. Hablaba alemán y era admirador de todo lo germánico, pero en sentido estricto no era súbdito del Káiser, sino del Emperador de Austria. Luego, se enroló en el ejército alemán durante la I Guerra Mundial y alcanzó el grado de cabo, habiendo participado de la lucha como un arriesgado mensajero.
Al terminar el conflicto, se trasladó a Múnich y debutó como orador de taberna. En las cervecerías bávaras se discutía con intensidad y Hitler pronunciaba apasionados discursos antisemitas. Su argumento era la puñalada por la espalda. Según la propaganda de derechas, Alemania no había perdido por su propia responsabilidad, sino porque un enemigo interior la había traicionado. Ese chivo expiatorio eran los judíos. Con este planteamiento ganó partidarios en los medios más rudos y agresivos.
Su segundo enemigo eran los comunistas. Hacía muy poco los bolcheviques habían triunfado en Rusia y representaban al enemigo del Este, el temido rival euroasiático que venía de abolir la propiedad privada y fusilar al Zar. Los comunistas además habían organizado un sólido partido alemán, que sumado a los socialistas superaba el 40% en las elecciones de la república del Weimar.
Por su parte, Hitler logró organizar una fuerza de choque y un aparato propagandístico de primer orden. Generó un extenso culto a su propia personalidad, para capturar el poder y poner en marcha una industria de guerra, rescatando a Alemania de la depresión de 1930 y obteniendo enormes adhesiones populares.
Cuando se lanzó a la II Guerra aplicó sus tenebrosas soluciones radicales. Eliminó todo tipo de minorías y oposiciones: homosexuales, impedidos físicos, gitanos, judíos y especialmente izquierdistas. Se impuso por el terror extirpando todo lo “diferente”. Pudo hacerlo porque había mucha rabia y desmoralización. Al tomar las riendas nadie creía en el sistema político, los dirigentes parecían insensibles e impotentes. La amenaza exterior era un gatillo y los prejuicios raciales fueron la gasolina que incendió la pradera.
El problema es que se mantienen las condiciones que lo hicieron posible; se hallan entre nosotros, que hemos crecido en una cultura autoritaria y racista. Y ahora que los políticos democráticos nuevamente acaban envueltos en corruptelas, amenaza el retorno de la mano dura. Si pudiera retornar, Hitler estaría contento en el Perú de hoy, sentiría que tiene grandes posibilidades.
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