Por Luis Jaime Cisneros
Quiero evocar la figura de Raúl Porras Barrenechea, modelo de bien decir. Cultivó una prosa esmerada, tocada de lirismo a veces, contagiada siempre de vibrante preocupación patriótica, mordaz en el apóstrofo, acertado en la puntería, pero nunca avieso. Hizo del lenguaje lujo de su fervor erudito, y le imprimió en la conversación la necesaria entonación evocadora, convocando para ello a los mismos personajes que Palma había echado a rodar en sus relatos. Conversador ameno y elegante, el coloquio nos entregaba con frecuencia testimonios de su vocación por la literatura. Y en esas charlas, en su cálida biblioteca de la calle Colina, tomaban parte don Ricardo Palma y los personajes escapados de la picaresca española. Esas conversaciones robustecieron el fervor de muchas generaciones por el tradicionista, el amor por la verdad; en ellas fue creciendo la imagen del desinterés de este hombre que vivía empeñado sólo en servir.
Sí, aquí está ahora Raúl Porras, temblorosa la voz, inquietas las manos blancas, rememorando viejas lecturas de Azorín o Valle Inclán, incorporándose para repetirnos de viva voz algunos versos de Espronceda o de Quintana, alegre por haber confirmado nuestra devoción sin tacha por Quevedo. Todo eso vino siempre mezclado con el comentario de los últimos acontecimientos políticos o universitarios. Nos repite, como si la oyera, la antigua voz pastosa del tradicionista. Y hablando otra vez de Palma, leemos su entusiasmo en el acento de la voz, que como se le apaga y renace, y en el brillo celeste de sus ojos descubrimos esa tierna aptitud para la lágrima. Pero la noche ha sido –como siempre– contra los intemperantes y los audaces, contra la frivolidad endiosada en el poder. Un aroma fresco penetra en la sala en que Porras mueve sus manos elocuentes. La señora Juanita –los ojitos frescos, el paso menudito– viene como una sombra a preservar el sueño apetecido. Alguien dijo en día infausto que este hombre egregio se moría. Falso, falsísimo. Está acá, en sus libros, en este diario homenaje que repite su nombre como ejemplo. Esta alegría de haberlo gozado en la amistad nos lo devuelve intacto.
¡Y cómo no iba a ser el viejo tradicionista quien mereciera reiterados estudios del maestro sanmarquino! Porras sintió por Palma veneración honda. De algún modo, Palma significaba (con todas las reservas de los eruditos) la alianza de la historia y la literatura, el gusto por la lengua y por el documento, la audacia de la imaginación y el cachondeo, la solidaridad con el hombre del pueblo y la lupa que penetraba en las alcobas para iluminar de modo impertinente los rincones oscuros del alma. Palma le ofrecía amplio campo para el espolón de la curiosidad y su interés por las cosas y los hombres de ayer y del presente. Palma era la tradición, y en la tradición Porras hallaba la mejor raíz del limeñismo. El acercamiento era esperable. Y resultó fecundo para la cultura peruana. Los estudios penetrantes que Porras dedicó a Palma, a pesar del sello juvenil, tienen la madurez que suele ofrecer una inteligencia serena y acuciosa.
Esa visión integral de la patria que anima el espíritu de las Tradiciones tenía que encontrar eco propicio en la mente de Raúl Porras. Sabía él en qué medida la ciudad era no solamente el perímetro que pudieran consignar los topógrafos oficiales. Ya nos advierte, en el pórtico de su envidiable Antología, cómo para tener imagen cabal de la ciudad había “que encontrarse con la huachafa en la procesión del Señor de los Milagros, asistir a una jarana de guitarra y cajón abajo del Puente, saborear los dulces de las monjas de la Encarnación... cortarse el pelo en una peluquería japonesa... Haber presenciado bailar la marinera, haber recorrido con la vista las estampas de la Lima de Fuentes o haber leído algunas de las Tradiciones Peruanas”. Palma estaba en el umbral del amor por la ciudad, y era itinerario sonriente para asegurar el dominio de una viva geografía espiritual.
No sólo eran la afición por la historia y la destreza en el decir lo que Palma ofrecía a la inquietud de Raúl Porras, sino el ingrediente político que corría como savia vivificadora a lo largo de su obra. Porras esclareció la orientación política como “un carácter distintivo de nuestra sátira”. El ingenio picaresco y la socarrona malicia de Palma se conjugan de pronto con las dotes del propio Porras, que elige como muestra esta cuarteta: “¡Qué pierna, Jesucristo! Era un portento redonda, limpia, transparente, tierna/ De esas piernas tan pródigas de encantos/ Que hacen prevaricar hasta a los santos!”.
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