domingo, 7 de noviembre de 2010

LOS CABITOS HABLAN

Karin Ninaquispe, abogada de la Asociación para el Desarrollo Humano Runamasinchiqpaq (Adher), indicó que el caso de Guadalupe Ccallocunto permanece en investigación en la Fiscalía de Ayacucho desde que fue reabierto el año 2002 a pedido de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La búsqueda de su cuerpo continúa, puesto que no hay testigos que den fe de su paradero. Sólo su familia fue testigo de su detención en la madrugada del 10 de junio de 1990. En cuanto a Eladio Quispe Mendoza, sus hijos esperan que la Sala Penal Nacional ordene el inicio del juicio oral. El expediente del caso ha sido devuelto a la Fiscalía para que la magistrada Carmen Ibáñez precise cómo fueron detenidas otras 4 personas cuyos casos están reunidos en el expediente “Los Cabitos 1983”, donde también está el caso de Eladio.


Guadalupe Ccallocunto emprendió la búsqueda de su esposo Eladio Quispe, desaparecido en el cuartel Los Cabitos, en 1983. Se convirtió en defensora de los derechos humanos y los militares le respondieron dándole muerte en 1990. Los restos de ambos aún no aparecen, todo indica que yacen en el referido recinto militar. Sus hijos esperan justicia.

¿Y ahora quién nos criará?, preguntó la pequeña Nora a sus hermanos. Álvaro, el mayor de los cuatro hijos de la familia Quispe Ccallocunto, no tenía respuesta. Ellos perdieron a su papá Eladio cuando fue llevado por militares al cuartel Los Cabitos de Ayacucho; y a su mamá Guadalupe cuando buscaba justicia y verdad.

El 10 de junio de 1990, día en que fue detenida y desaparecida, Guadalupe ya era una importante defensora de mujeres y niños víctimas de la violencia. Esta tarea la comenzó en la puerta del referido cuartel militar.

Su esposo, Eladio, tenía 36 años cuando el 15 de noviembre de 1983 fue detenido. Sus captores fueron miembros del Servicio de Inteligencia del Ejército. Desde ese día ninguno de sus familiares lo volvió a ver.

Guadalupe, sumida en el dolor que le causaba la desaparición de su esposo, tuvo que hacer frente a la soledad, la indiferencia, la injusticia. Eladio fue sometido a crueles e inhumanas torturas por la simple sospecha de que era miembro de Sendero Luminoso. Pese a las denuncias y reclamos de su familia, jamás se halló su cuerpo.

En el libro “Muerte en el Pentagonito”, del periodista Ricardo Uceda, el agente Jesús Sosa Saavedra revela que Eladio falleció por las torturas que le inflingieron los militares y que sus restos fueron incinerados y enterrados en una fosa cercana al cuartel Los Cabitos.

Su esposa Guadalupe comenzó a buscar sus restos.
En esa tarea estaba cuando se encontró con mujeres que, al igual que ella, habían sufrido el arrebato de un ser querido. Junto a Antonia Zaga, Angélica Mendoza y otras valerosas mujeres ayacuchanas fundó, el 2 de noviembre de 1984, la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep) e iniciaron una incansable lucha por verdad y justicia con el lema: “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.

Pioneras
Estas mujeres realizaron LA PRIMERA marcha en contra de las violaciones a los derechos humanos que se cometían en nuestro país. Esa protesta fue multitudinaria y atrajo la atención de la comunidad internacional.

Pero los abusos, atropellos y violaciones a los derechos humanos no cesaron, por el contrario, fueron incrementándose de manera alarmante. Ante ello, Guadalupe y la señora Angélica Mendoza viajaron a Europa llevando las voces de protesta para que cesen los abusos y violaciones contra las comunidades andinas.

Durante la década de los ochenta, Guadalupe participó en diversas acciones de protesta en contra de los gobiernos de turno, por los crímenes que las Fuerzas Armadas y policiales cometían en Ayacucho, como parte de una estrategia equivocada para contrarrestar la subversión.

Sin embargo, éste no era el único interés de Guadalupe. Ella también buscó apoyo para las familias que se quedaron sin ayuda para mantener sus hogares, debido a que las principales víctimas fueron varones.

Miles de madres no sólo tenían que hacer frente a las injusticias y seguir en la lucha por la verdad, sino que también tuvieron que asumir toda la carga familiar y ser “cabezas de hogar”. Guadalupe fundó un comedor popular para apoyar a los hogares que habían sido destruidos por la violencia y que, además, no contaban con recursos económicos suficientes para cubrir sus necesidades más elementales.

La lucha y el compromiso asumido por Guadalupe y por todos los familiares era ejemplar, cada paso y cada grito de justicia era un grito de clamor y angustia al no saber nada de sus desaparecidos.

“Es ahí que en Ayacucho se forman talleres artesanales con los niños y con las señoras para ayudar en algo a sostener sus familias. Muchos niños habían quedado huérfanos, muchas madres habían quedado sin hijos, sin sus esposos. Con mi madre y otras mujeres forman ese grupo donde ayudaban a los niños, les hacían juegos, los llevaban de paseo, para que los niños sientan la unión y compartan el dolor”, cuenta ahora Álvaro, el hijo mayor de Guadalupe y Eladio.

Sentía amenazas
Por ese entonces, Guadalupe ya era víctima de amenazas. En mayo de 1986 fue detenida por policías durante dos semanas. El 29 de julio de ese mismo año fue intervenida nuevamente y trasladada a la fuerza, conjuntamente con un grupo de personas, al penal de Canto Grande.

Pese a que ese centro penitenciario era sólo para varones, allí se encontraban recluidas 70 mujeres acusadas de terrorismo. Guadalupe dejó la cárcel el 9 de setiembre, tras permanecer detenida por 109 días. Siguió siendo investigada, pero como explica ahora la abogada Karin Ninaquispe, fue finalmente absuelta.

Sin embargo, su tranquilidad no era absoluta. Las amenazas no cesaban, su libertad y su vida corrían peligro. En noviembre de 1988 viajó a Chile, donde continuó su búsqueda de verdad, puesto que en el vecino país del sur también encontró a mujeres que buscaban a familiares desaparecidos por la dictadura militar.

Como la soledad es mala consejera, en 1989 Guadalupe regresa a Lima y comienza a trabajar con organizaciones de mujeres, mientras en Ayacucho continuaban funcionando varios talleres impulsados por ella.

La situación era tan desesperante que muchos compatriotas comenzaron a emigrar a otros países, mientras la violencia y la pobreza aumentaron en nuestro país durante el último tramo del primer gobierno de Alan García.

En 1990, Ayacucho se encontraba en estado de emergencia bajo el control del general Petronio Fernández Dávila, jefe del Comando Político Militar. Guadalupe enfermó de tuberculosis.

Su dolencia no sólo la alejó de “la lucha” sino también de su familia. Se sentía mal, porque sabía lo peligroso que era su enfermedad. En junio de ese año regresa a Ayacucho, porque eran tiempo de elecciones y tenía que sufragar en su tierra.

Madrugada fatal
El 9 de junio Guadalupe coordinó sobre el último caso en el que apoyó. Se trató de la detención y desaparición del ciudadano Eladio Mancilla. La esposa de la víctima acudió a su casa para pedirle ayuda y Guadalupe presentó una denuncia por ese caso.

Horas después, durante la noche, Guadalupe compartió con su familia una cena en casa de su madre y se quedó a dormir ahí junto con sus hijos y sus hermanas. La madrugada del 10 de junio, un grupo de militares incursió en su hogar y la detuvieron.

Paula García Ccallocunto, sobrina de Guadalupe, contó a la Comisión de la Verdad y Reconciliación que fueron ocho los hombres vestidos como militares quienes ingresaron aquella noche su casa.

“Mi tía empezó a gritar. ‘Ayúdenme’, gritaba. Entonces, en la habitación dormíamos mis cuatro primos, mi abuelita Silvia Olano y yo, con los gritos desesperados nos despertamos y vimos siluetas y luces de linternas que nos cegaban la vista y que nos impedían ver lo que ocurría”, relata Paula.

La muchacha narra también que tras la detención de su tía Guadalupe un sentimiento de impotencia se sintió en su casa, y se siente hasta ahora. “Mis primos eran chiquitos todavía, prendieron la luz y pudimos ver gente, encapuchados con botas militares y armados con fusiles. Mi tía estaba tirada en el suelo, envuelta en las frazadas y uno de esos tipos la cogía de los pelos, mi tía estaba abrazada a su hija menor, Nora, ella se cogió de su mamá, no quería soltarla. Cuando se llevaron a mi tía uno de los hombres nos dijo ‘no salgan, no salgan, porque si salen los matamos’. Se la llevaron y nos dejaron ahí llenos de dolor, de angustia y con el sentimiento de impotencia de no poder hacer nada por ella”, cuenta entre sollozos.

Desamparados
La pequeña Nora, quien tenía ocho años de edad cuando ocurrió el rapto de su madre, y casi una recién nacida cuando desapareció su padre, actualmente es una joven de 28 años que recuerda a sus hermanos mayores y a sus tías preguntando en la comisaría y en el cuartel por Guadalupe, donde nadie les dio razón de su paradero, aunque suponen que también fue llevada a ese recinto militar donde el que entraba ya no volvía a salir.

“Nosotros somos cuatro hermanos y desde que murió mi mamá, nos quedamos solos. Nuestros familiares nos apoyaron, pero no es lo mismo, cuando te faltan tus padres no es igual. No hemos podido hacer muchas cosas, ha sido difícil. Lo que ha pasado va a quedar siempre en nosotros, pero hemos tratado de seguir adelante. Queremos saber por qué sucedió eso, queremos una explicación, tratar de encontrarlos, buscar un lugar donde mis padres descansen en paz”, dice Nora.

La madre de Guadalupe, Silvia Olano, murió al año de lo acontecido. Murió sin saber la verdad. Ella se hizo cargo de los hijos de Guadalupe, caminó en búsqueda de su hija, pero nunca encontró respuesta.

El horror vivido esa noche jamás pudo ser olvidado por sus hijos. La imagen no se borra de la mente de sus hijos, quienes se quedaron en la total orfandad desde ese momento.

Marcelo Puelles
Redacción

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