.Por José Oscátegui
Prof. dpto. economía, PUCP
Los siglos XVIII, XIX y XX, en particular este último, trajeron consigo la conciencia de dos derechos ciudadanos novísimos: el derecho a tener empleo y el derecho a exigir que la economía crezca. Las economías agrarias de siglos anteriores, sujetas casi totalmente a las fuerzas naturales, dejaron en el ámbito de lo divino los resultados económicos. Los períodos de auge, léase buenas cosechas, significaban que el monarca de la época estaba en concierto con la ley divina.
En la actualidad, a los gobernantes no se les exige que se encomienden a las fuerzas sobrehumanas, sino que entiendan el manejo de la prosaica economía. La tarea, sin embargo, sería más sencilla si no hubiera intereses individuales de por medio.
¿Qué puede hacer que un gobernante considere, en el 2009, que en un contrato se ha cometido un delito, y durante el 2010 lo defienda y ejecute? ¿Qué puede hacer que se opte por solicitar un “óbolo minero” en vez de aplicar un tributo obligatorio? ¿Qué puede explicar la firma de acuerdos comerciales que no son beneficiosos para el país? En el primer caso, denunciado por muchos, el gobernante, incluso, no dice la verdad. En el segundo, cuando en todo el mundo se toman medidas para cobrar impuestos a las sobreganancias y modificar contratos lesivos (como en Australia, Canadá, Inglaterra e incluso en Israel para explotar el gas) acá se levanta el argumento de la estabilidad jurídica (que se invoca solo cuando el que va a perder es el Estado). En el tercer caso, en vez de optar por acuerdos subregionales previos antes de llegar a tratados con países de mucho mayor tamaño, se aceptan condiciones que no favorecen al país. Ya no es noticia decir que el llamado TLC del Perú con EEUU es beneficioso… para EEUU.
En nombre de la receta del mercado libre, por ejemplo, se archiva el proyecto de regular la extensión de la propiedad agraria. Esto es particularmente grave en la Costa, pues, en esta región, la tierra de cultivo existe porque la inversión pública construyó reservorios para hacer cultivable la tierra eriaza. El argumento para defender esta concentración de tierras se disfraza de ciencia y habla de “economías de escala” y de que INDECOPI regule el comportamiento monopólico. La realidad es que el tamaño de la producción que pueda aprovechar economías de escala difiere con el producto y las características de la tierra. La producción de trigo o soya en las pampas argentinas y brasileñas requiere de decenas de miles de hectáreas. Nuestro país no puede competir con esa producción, pues las características de nuestro territorio no lo permiten. No ocurre lo mismo con cultivos como la uva o las fresas y otros frutales, o con el tomate, etc. para los que la dimensión óptima es muchísimo menor. La escasez de agua pone otra limitación al cultivo extensivo. La ampliación de la producción de caña de azúcar debería producirse fuera de la costa. Finalmente, no todo es economía. Quien, en nuestra costa, controla 40,000 o más hectáreas, también controla los pueblos y pequeñas ciudades que están dentro de ellas… y no hay INDECOPI que lo impida.
El sueño del primer mundo
No es la primera vez que un Presidente nos ofrece llevar al país al desarrollo ni es la primera vez que personas inteligentes creen que el espejismo es la realidad. M. Lauer hace pocos días transcribió un artículo de César Vallejo de 1926, en pleno apogeo de Leguía, donde el poeta dice: “Todo en el Perú lleva al convencimiento de que este país alcanzará en breve un gran bienestar nacional y, por ende, un primer relieve internacional en el continente”. Casi 100 años después, el Presidente actual solo puede decirnos que en 6 ó 7 regiones de nuestro país “técnicamente” ya no hay analfabetismo. Y, como no puede ser de otra manera, también afirma, como también Leguía y otros lo hicieron, que dentro de muy pocos años seremos parte del primer mundo. Casi 200 años después de la Independencia podemos asegurar que sin desarrollo industrial seguiremos siendo parte del tercer mundo
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