.Por Nelson Manrique
Al hablar de José María Arguedas –escritor, antropólogo, gran animador cultural– se piensa en la sierra y suele olvidarse que él vivió en Lima la mitad de su vida. La vivencia de la migración (una experiencia común a millones de peruanos) atraviesa su vida y sus reflexiones, desde su niñez errante, acompañando al padre juez, hasta su inserción en el medio intelectual limeño, en el que batalló incansablemente por lograr el reconocimiento de la cultura andina. Alfredo Torero –gran lingüista y amigo íntimo suyo– me hizo una vez la observación de que cuando JMA perdía el camino (le sucedió, por ejemplo, al empezar a trabajar antropológica y literariamente la ciudad de Chimbote) invariablemente era a través de su contacto con los migrantes que retomaba el hilo. Basta releer El zorro de arriba y el zorro de abajo para constatarlo.
El aporte de JMA ha sido capital para definir la identidad cultural de Lima. No solo presentó la sierra al público limeño sino contribuyó a resolver necesidades muy sentidas de sus coterráneos. Los primeros inmigrantes tuvieron que enfrentar no solo un profundo choque cultural sino, sobre todo, sufrir los prejuicios con que históricamente los costeños han visto a los serranos. Para los viejos limeños los migrantes venían a quitarles su ciudad, eran sucios, desconfiados y taciturnos. Los serranos, por su parte, consideraban a los costeños ociosos, inconstantes y superficiales. Pensar en un proyecto de integración nacional en esas condiciones era iluso.
La imagen de Lima como una Arcadia colonial, construida por Ricardo Palma y poetizada por Chabuca Granda, contribuyó a alimentar los equívocos. Cuando se producen cambios muy acelerados en la realidad, los ojos con que se ve esta tienden a quedarse fijados en las viejas imágenes y son incapaces de registrar lo que objetivamente sucede. Algo así ocurrió a Lima en la transición demográfica que la andinizó a mediados del siglo XX. Mientras Chabuca cantaba a la ciudad del río, el puente y la alameda, a una aristocracia terrateniente que recorría senderos bordeados de naranjos cabalgando en caballos de paso, Lima estaba siendo profundamente transformada por la gran oleada andina, en medio de grandes tensiones y resentimientos. El sentimiento de los viejos limeños, de que los migrantes estaban destruyendo su ciudad, era reforzado por el colapso de los servicios públicos, incapaces de abastecer la demanda de una población que se multiplicó por diez en apenas tres décadas, con el consiguiente deterioro de la calidad de vida. Para los recién llegados la urbe era ajena y hostil, y los clubes de migrantes fueron un espacio fundamental de defensa. El otro fueron los coliseos.
Lima ignoraba las culturas del interior. Como el etnomusicólogo Raúl Romero ha recordado, para los limeños la música serrana –conocida a partir de los espectáculos montados en los años 20 por el presidente Leguía en la pampa de Amancaes– era genéricamente conocida como “música incaica”. Los grupos folclóricos migrantes, fueran de donde fueran, para ser aceptados, tenían que disfrazarse con atuendos supuestamente incaicos e interpretar música cusqueña, la única que reconocía la sensibilidad criolla. JMA asumió como una cruzada personal la defensa del derecho de los migrantes a preservar su identidad. El gran violinista Máximo Damián recuerda que él no se limitaba a exhortarles a que defendieran la autenticidad de su arte, no dejándose alienar por las disqueras, sino que paralelamente buscaba conseguirles modestos trabajos, a través de sus contactos, para que pudieran vivir con dignidad y cultivar así su arte sin graves apremios materiales. Los coliseos se convirtieron entonces en un crisol cultural en el que los miles de migrantes que asistían cada semana a escuchar a los intérpretes de su localidad aprendían a disfrutar con la música de todas las regiones del Perú; toda una lección de interculturalidad.
La gran cantidad de homenajes a JMA a lo largo del año muestra la consciencia que tiene la sociedad civil de la importancia de su aporte. Qué distantes están los líderes políticos (que propusieron que este fuera el año de los submarinos, o el de Macchu Picchu) de este sentimiento.
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