.Por Salomón Lerner F.
En pocos días conmemoraremos el centesimononagésimo aniversario del nacimiento del Perú a la vida independiente; es decir, nos hallamos a solamente diez años de que se cumpla el bicentenario de nuestra independencia. Cierto es que, en última instancia, la cuenta de los años marca hitos arbitrariamente y que más importantes que las cifras redondas pueden ser ciertos momentos que, por su naturaleza misma, marcan inflexiones en el rumbo histórico de una sociedad. No obstante, también es verdad que un bicentenario posee un fuerte significado simbólico que nos sitúa frente a una fecha de reflexión y de análisis acerca de los logros y las deudas que aún tenemos frente a nosotros mismos. Tal meditación, ciertamente, no debería ser una ocurrencia ni una improvisación. Nos hallamos todavía en un momento adecuado para plantear proyectos seriamente concebidos respecto de lo que querríamos ver logrado hacia el año 2021.
La palabra desarrollo suele funcionar como una buena síntesis de lo que nos imaginamos como meta deseable, como aquello que quisiéramos ver realizado en un futuro determinado y cercano. Pero, precisamente por su omnipresencia en toda discusión sobre lo público, ese vocablo medio que ha perdido su más auténtico significado. No puede negarse que en los últimos 20 años se ha producido una interesante teorización sobre el desarrollo humano que no cabe desdeñar ni mucho menos ignorar. Sin embargo, es un hecho que el uso de un término de valor tan consensual a veces finaliza por desgastarse y provoca así alguna miopía frente a ciertas necesidades o en todo caso hace menos aguda nuestra percepción sobre los desafíos que debemos enfrentar con urgencia.
Una forma de recuperar la riqueza de ese “desarrollo” al que aspiramos consistiría, creo, en rescatar los dramas de nuestra vida republicana en toda su trágica vivacidad. Hace 40 años apenas, subsistían en el Perú, sin que fueran motivo de escándalo, instituciones y prácticas realmente inhumanas como la servidumbre. Personas que, en la práctica, pertenecían a otras personas: esa era una realidad cotidiana en el campo peruano a 150 años de inaugurada la República, realidad que no era desconocida sino más bien avalada por las autoridades electas del Perú. Afortunadamente, el pongo y el yanacona son figuras del pasado. Pero sus descendientes viven en una situación de abandono inaceptable, y sus derechos todavía no valen lo suficiente para las instituciones del Estado. Los sufrimientos e injusticias que pesan sobre sus espaldas todavía son interpretadas despreocupadamente como incidentes que hay que tolerar mientras el crecimiento de la riqueza se afirma.
¿Es esto una exageración? De ningún modo: la muerte cíclica, previsible, casi inexorable de niños y niñas también por enfermedades asociadas a las bajas temperaturas en las regiones andinas, nos releva de mayores demostraciones. Hemos logrado muchos y valiosos progresos colectivos en estos casi dos siglos. Sin embargo, las muertes de esos niños y niñas nos hablan también de un estruendoso fracaso.
No se trata, por supuesto, de predicar una actitud derrotista ni mucho menos autoflagelante. El presidente saliente declaró alguna vez, ante las críticas a su gestión, que ellas tenían como origen un supuesto carácter melancólico de los peruanos. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para comprenderlo, no se trata de un asunto de melancolía. Reemplazar la euforia y la celebración ruidosa por la meditación, la autocrítica y la introspección es una cuestión de madurez y de responsabilidad. Ser responsables, en este dominio, supone tener los ojos abiertos al horizonte histórico. Y lo que se ofrece en nuestro horizonte son múltiples cuentas pendientes y por tanto aquello que debería ser nuestra inquietud más urgente de ahora al 2021, tendría que ser el problema gravísimo de la exclusión social y el deber impostergable de combatirlo.
En una de las audiencias públicas de víctimas de la violencia que hace unos ocho años organizó la CVR, un ciudadano expresó la clave de este drama al decir: “Ojalá que algún día nosotros también seamos peruanos”. Se refería a su comunidad que sufrió arrasamiento sin que a nadie le interesara. Ser peruano, ser considerado un ciudadano pleno, es, increíblemente, todavía una aspiración trunca para centenares de miles de compatriotas. Esa aspiración, ciertamente, es una cuenta a ser saldada por parte de nuestro Estado y por la sociedad en su conjunto.
El aniversario que en estos días conmemoramos puede ser, por cierto, una fecha abierta al entusiasmo, a la celebración, a la afirmación colectiva. Pero tendría que serlo así por buenas razones, no por una mecánica complacencia ni por la activación ritual de un patriotismo folclórico: ese género de patriotismo que enaltece a lo peruano pero desdeña y desprecia a los peruanos.
Debemos celebrar una determinación, una resolución: la de mirar de frente a nuestra historia y decidirnos a transformarla.
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