Alberto Borea Odría
Palabra Autorizada
La imposición del tributo a las sobreganancias de la minería no acabó con las buenas relaciones entre las empresas mineras y el estado peruano ni ha provocado la estampida que anunciaron quienes a toda costa insisten en no tocar ni con el pétalo de una rosa al gran capital, aunque ello implique dejar de lado la solidaridad esencial para la marcha de una nación.
Por el contrario, la paz social y el desarrollo que se puede alcanzar a través de los frutos de esta contribución van a ayudar a que los peruanos mejoren en sus condiciones de vida y de esa forma puedan, ellos mismos y cada vez con menos apoyo del Estado, ir trazando y alcanzando esas metas propias que La Libertad le permite a los seres humanos que salen de las urgencias propias de la miseria, donde, lamentablemente, sólo se puede atender a la necesidad del día.
Los tres mil millones de soles no son, para lo que ganan las mineras con la extracción de un mineral que no va a poder ser empleado por el país, una inmensa compensación, pero sí hace empalidecer hasta la vergüenza los 500 millones de soles que el APRA presentó como si fuese un gran logro al inicio de su gobierno. ¿Fueron en realidad tan incapaces para obtener lo que ya en todo el mundo se lograba? ¿Les faltó decisión para conseguir aquello que su propio fundador, al que casi han olvidado, les decía que era posible sabiendo plantear bien las cosas? No queremos imaginar otra eventualidad.
Ha quedado demostrado que el impuesto a las sobreganancias mineras es razonable. Nadie quien invierte cuando el precio del mineral está, por decir en doscientos dólares, deja de estimar la ganancia suficiente y el riesgo consecuente para el caso de una rebaja del precio de ese bien. Cualquier cosa por encima de ello es un plus que está muy bien que se perciba, pero que se comparta, puesto que las condiciones que pudo fijar el Estado, por ceder esa riqueza hubieran sido distintas de saberse que el valor de venta del mismo era, por decir, de 1,800. Aquí se produjo lo que los romanos llamaron un cambio fundamental en las circunstancias, que rompe el sinalagma o equilibrio que se debe dar entre las prestaciones y que autoriza, especialmente a la parte menos favorecida que en este caso es el Estado de un país pobre frente a las transnacionales, a volver a discutir los términos en que se pactó.
Por eso es que nadie en verdad se alarmó. Claro está que quienes ganan fortunas posiblemente quisieron seguir ganándolas en tanto los demás no protestaran, pero entendieron lógico que el reclamo se produjese y, así las cosas, mejor es no enervar la paz social que sólo se puede construir sobre la base de la justicia. Paz social, que como señala Stiglitz, es esencial para el desarrollo económico de los países y del propio mundo.
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