Por: Antonio Zapata
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A raíz del debate entre Carlos Tapia y Luis Favre, se ha despertado un interés público sobre el papel del asesor brasileño en la ruptura de la Alianza Revolucionaria de Izquierda, ARI. Para comprender su rol, debemos retroceder a la constitución de dicha alianza, en diciembre de 1979, exactamente 32 años atrás.
Se formó ARI con la presencia de dos grupos trotskistas: el PRT de Hugo Blanco y el POMR de Ricardo Napurí. Asimismo, era parte de ARI, la UDP, a su vez integrada por tres partidos: el MIR de Carlos Tapia y Carlos Malpica, VR de Javier Diez Canseco y Edmundo Murrugarra y el PCR de Manuel Dammert. Por último, también se hallaba presente el UNIR, un frente maoísta dirigido por Patria Roja, en ese entonces encabezado por Horacio Zevallos. Es decir, en ARI se hallaban en un extremo dos partidos troskos, al otro lado, un frente maoísta, y al centro, tres grupos marxistas nacionales, motejados como “cholocomunistas”.
En todos estos minipartidos había tensiones, en ninguno primaba la unanimidad. Las contradicciones guardaban relación con la actitud frente a las elecciones presidenciales convocadas para abril de 1980. El Perú vivía la transición a la democracia, habiéndose aprobado la Constitución de 1979; iba quedando atrás el largo gobierno militar de los años 1970.
Dos actitudes básicas se presentaban en todos y cada uno de los grupos de izquierda. Había quienes querían ganar las elecciones, o colocar en el Congreso la cantidad más alta posible de representantes, para ganar influencia en el siguiente período democrático. Entre quienes participábamos de esa actitud predominaba una postura unitaria, puesto que para ganar elecciones es preciso sumar aliados y realizar concesiones.
Pero existía una tendencia opuesta, que buscaba usar las elecciones como tribuna para realizar propaganda por el socialismo. Entre quienes planteaban esta postura tenía vigencia una actitud sectaria; preferían presentar candidatos de cada grupo por separado, ya que, si se trataba de hacer propaganda, entonces debía enarbolarse un programa coherente.
Los rupturistas se apoyaban en una cultura política muy extendida entre la izquierda setentera. En efecto, el sectarismo dominaba ampliamente y cada grupo tenía la impresión de ser el único auténtico. En algunos casos, las otras agrupaciones eran consideradas traidoras y agentes del imperialismo, acusadas incluso de pretender subrepticiamente de llevar al movimiento popular a la derrota. Por ello, no existía una cultura común de izquierdas ni el sentimiento de compartir una comunidad política.
Por el contrario, la desconfianza dominaba la relación entre izquierdistas y el sentimiento predominante era avanzar las fichas propias en detrimento de los demás. Como esa actitud estaba muy presente –en todos los grupos– resulta que era muy débil el sustrato político común que hubiera permitido la unidad electoral.
Cuando se formó ARI fue un instante feliz, en ese momento los pragmáticos y unitarios se impusieron en los diversos partidos y forzaron el entendimiento. Pero en nuestras manos se deshizo, como castillo de arena. Los sectarios fueron recuperando posiciones aquí y allá. Se apoyaban en la desconfianza y en todos los grupos pedían aumentar su cuota de congresistas. Como la torta no alcanzaba, se elevaron voces de ruptura, que surgieron en casi todas las izquierdas a la vez.
En el caso particular de Favre, él era enviado internacional para reforzar la dirección del POMR, uno de los dos grupos troskos integrantes de la alianza. Su participación contribuyó a definir a ese partido por la ruptura. Pero Favre no creó las condiciones políticas que explican la fuerza del sectarismo, ni siquiera tenía influencia sobre todo el trotskismo, sino solamente sobre el POMR, menos sobre los maoístas, cuyo sectarismo fue muy fuerte. Por lo tanto, no decidió la línea ni tampoco fue crucial. La polémica sobre su papel en el gobierno de Ollanta Humala ha sobredimensionado su rol en el pasado.
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