Por Eloy Jáuregui
Lo sospeché desde un principio. Aquello del Punto G en las mujeres era tan falso como las estadísticas nacionales de Alan García. Mi brevísima experiencia falaz y “lecto-entero-deditis”, parafraseando al enorme onanista don Marco Aurelio Denegri, me obliga a explicar que, según el reciente estudio en 1,800 damitas realizado por el King’s College de Londres, aquello del punto de marras es “producto de la imaginación” del pajerismo multinacional. Las pruebas de los ingleses, fogosos a la manera de Benny Hill, hablan de un mito y no existen pruebas de la existencia de dicha zona erógena en la bóveda azulada que baña de ambrosía en esa catedral que es la delicada bolsa uterina de las señoras. Y a las pruebas me remito.
Según el estudio, publicado en la revista The Journal of Sexual Medicine, esta zona sensible, descubierta hace más de 50 años por el ginecólogo alemán Ernst Gräfenberg, un mitómano de la mano, aquel que decía que el Punto G se ubicaba, entrando a la derecha, luego a la izquierda y más allá, en el techo de la caverna jugosa. No soy el Indiana Jones del coito, ni busco el arca perdida –sí a una mujer perdida– y convengo con la investigación, en que esa zona es un despropósito “estimulado por las revistas y los terapeutas sexuales”.
Leo permanentemente la sección “Campo de Venus” en una revista local y me prendía bien de la página de Esther Vargas en un diario de mi localidad. Y así, como cuando hace 30 años me ascendieron en el periódico donde era un pinche, a ser jefe de horóscopos, confirmo que la lectura de los asuntos del bajo vientre son pamplinas y que la mayoría de mujeres no conoce su vaina. Menos eso del Punto P. Con ojo clínico, con lupa, con taladro y hasta con webcam, he hurgado en el lugar. Capitán Nemo debajo de los jugos del ardor, fui expulsado de esas profundidades oceánicas y quedé como monse tripulante de “20 lenguas de viejo submarido”.
Norma, allá en Dock Sud, en las estribaciones del Buenos Aires de mi primera pubertad, no solo me hizo debutar, me enseñó que el magisterio estaba en que uno maneje bien el muñeco y que la pareja, el muñequeo. Ella era una morocha porteña, le gustaban dos cosas: el tango del ‘Polaco’ y el sexo a forro. Por eso, cierta noche me dijo que las mujeres, ella se ponía como conejilla de indias, no nacen con el arte del perreo. Son mongas y esperan la pose del misionero. La araña patas arriba. Y la chamba era de uno. Yo digo sí existe sexo oral porque, señora, no existe el sexo escrito. De eso se trata.
Amo rescatar a una lesbiana y busco la portabilidad de un gay. Yo con el tiempo he devenido en un “emosexual”, pero sé. El orgasmo es el vómito dulce de la vagina luego de una borrachera sin Punto G –que así se llamaba un trago–. Y depende de la pelvis. Uno que no baila salsa, está jodido. Las chicas de colegios de monjas, peor. Repito, la cosa está en el movimiento. Y no al taladro. No derrumbes el edificio de la lujuria con un golpe de dados que jamás abolirá el azar. El Punto P es esencial. Tuerto erecto, pero sabio. Que fui paloma por creer ser gavilán. Esa quilla enrumba los mares de la locura. Y a propósito: Oye, locaza, te voy a olvidar. No porque yo quiera. Porque no tengo tiempo de recordarte.
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