domingo, 3 de enero de 2010

Memoria, olvido y perdón

Iniciamos el año nuevo sin que hayamos resuelto muchas cosas que nos venían preocupando en relación con acontecimientos vinculados con la vigencia terrorista. Destaco la absurda discusión suscitada por los distintos modos de recordar aquellas terribles décadas. Cuando acaban de asegurarle espacio al Museo de la Memoria, nos proponen otro modo de recordar a determinado tipo de víctimas. No parece fácil advertir el grave error en que se está incurriendo. Por un lado se nos ha propuesto la reconciliación, y por el otro, quiere abrirse paso el rencor. Las declaraciones que oímos a funcionarios y políticos confirman qué grado de pasión reina todavía en algunos espíritus, y explican cómo no está arraigado todavía en nosotros el sentido de ‘una comunidad’.

Ciertamente no es difícil admitir que constituimos una ‘comunidad’ los peruanos. Cuando aludimos a ella mencionamos, por cierto, la bien consolidada mezcla de nuestro legado indígena y de los valores de la época hispánica, a los que agregamos el valioso aporte de nuestra hora republicana, todo ello vivido como una continuidad efectiva. Eso es lo que nos define y lo que nos une. Y eso asegura a nuestra agrupación una unidad política. Mientras no se halle bien arraigada esa conciencia, nos ha de ser muy difícil comprender lo sucedido e intentar la reconciliación. Mientras nos cueste comprender que en un museo quedará expuesto un testimonio de lo que hemos sido testigos (involuntarios protagonistas, a veces) no habrá posibilidad de comprender. Y si no comprendemos, no podrá haber explicación para nosotros, ni habrá posibilidad de que podamos usar el lenguaje del testigo y descartar el lenguaje de la víctima.

Mientras se piense que hay quienes con su actitud están proponiendo el olvido no podemos iniciar un intento de explicación. Empecemos por reconocer que perdonar no es sinónimo de ‘olvidar’. Si perdono es porque tengo presente la falta. Mejor lo digo con las claras palabras de José Zamora: “La memoria a la que convoca el perdón no encadena el presente al pasado traumático”.

No se puede pensar en el perdón desde una dimensión política, cruzada como está de ideologías. Es evidente que si así se plantean las cosas, hablar de reconciliación es pensar en utopías.

Bien analizado el problema, me asiste la impresión de que algunos se resisten a admitir que, en el fondo, se trata de una cuestión de fe. Tengo muy claro en el recuerdo el gesto con que el canciller Willy Brandt, en aquel diciembre de 1970, se arrodilló ante el monumento del gueto de Varsovia: él, que no había intervenido pero que era alemán, pedía perdón porque asumía lo que sus compatriotas habían cometido. Que ese gesto alcanzó dimensiones políticas no lo niego. Pero tampoco niego que su motivación fue religiosa. La comunidad alemana asumía la solicitud de perdón porque reconocía que miembros de esa comunidad eran los culpables. Y somos ahora testigos de cómo el tiempo ha venido favoreciendo la unidad de la comunidad germana.

Sé que para muchos de nosotros no es fácil comprender mucho de lo sucedido en los últimos 30 años. Sí, no todo tiene justificación. Pero debemos reconocer que ha sucedido y que hemos sido testigos (involuntarios, muchas veces), pero testigos que podamos dar fe de lo que fuimos testigos. Si reconocemos que mucho de lo ocurrido nos sorprendió porque no estábamos preparados, ahora que hemos aprendido la lección, lo tenemos presente. Gente como nosotros era la comprometida. Sí, muchos amigos y compañeros de trabajo. Lo grave es que todo nuestro dolor está teñido todavía de ideología, y que no nos es fácil admitir que todos son ‘nuestros’ muertos. Tenemos que aprender a salvar nuestra condición humana porque ella nos permite comprender que el perdón no es necesariamente una virtud política.

Ojalá el nuevo año sirva para que nos encontremos formando una comunidad y acordemos salvarla, reconstituyéndola en sus esencias para evitar que hechos vituperables puedan repetirse. Lo que nos hace fuertes es estar unidos. Y lo que nos une es la fe en nuestros vínculos ancestrales.
Por Luis Jaime Cisneros

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