Por Luis Jaime Cisneros
Han terminado todos los trámites de mi jubilación en la Católica. Sesenta años han servido para perfeccionar mi vocación docente. Y es natural que quiera dedicar unas palabras a la memoria de un profesor y de un estudiante cuya amistad me ayudó a ir robusteciendo mi fe en el hombre y en nuestra tarea universitaria. Larga y provechosa fue la vida profesional de Adolfo Winternitz; edificante su conducta ejemplar de hombre de fe. Breve, en cambio, pero rica en frutos perdurables, la de Alfonso Cobián, que como alumno, como dirigente estudiantil y, más tarde, como profesor supo mirar el porvenir con entusiasmo. Y para que mi evocación alcance horizontes de actualidad, junto a todos los que mi memoria debe gratitud y reconocimiento la figura de Felipe Mac Gregor, rector magnífico que supo hacer de la PUCP una institución de auténtica vida intelectual y le aseguró la fisonomía que actualmente ostenta.
Estos largos años me han permitido ser testigo de cómo la universidad fue adquiriendo paulatinamente la jerarquía que hoy se le reconoce. De una casa en la que los más importantes éramos los profesores que dictábamos clases y recomendábamos lecturas, hemos llegado a ser, felizmente, una institución en la que lo importante radica en los trabajos en los que nos empeñamos profesores y estudiantes, y que adquieren fisonomía claramente universitaria en artículos, monografías, tesis. Hemos dejado de ser testigos y aprendido a ser ejecutores de la actividad universitaria por excelencia, que es la investigación. El estudiante ha dejado de ser un mero ‘receptor’ de conocimientos. Sin él no hay cómo realizar la tarea universitaria. Lo he comprobado en estos 60 largos años. El estudiante tiene que estar comprometido con el diseño de nuestra tarea, y es responsable de la implementación de la estrategia del aprendizaje. La ciencia supone enseñanza y aprendizaje simultáneo de profesores y estudiantes. Esa es la tradición que la universidad tiene que salvar y robustecer. El conocimiento es la gran aventura creadora de la inteligencia.
La tarea universitaria era ciertamente distinta en 1948. A principios del siglo nuevo, es importante comprender que estamos en una era científica. La tecnología ha derrotado al empirismo tradicional, y es verdad que cada día la sociedad necesita más científicos. Esto ha ido modificando el nivel de todos los oficios, y aún el de las mismas profesiones. Las máquinas van acaparando las operaciones rutinarias, y eso hace cada vez más exigente la tarea del hombre: apremia cada día más su labor de inteligencia, su responsabilidad intelectual. En otras palabras: el reto del homo humanus es cada día mayor. Pero si la máquina hace lo que le toca, el hombre debe asumir cada día (y en mayor grado) lo que le es propio. La aspiración de estudiar en la universidad tiene un límite de exigencia elemental: la capacidad intelectual. La universidad debe ampliar sus campos de investigación. Cuanto más investigue, afianzará su condición universitaria y asegurará la calidad de su trabajo creador.
Y no cabe olvidar, en esta hora del mundo, que ahora la universidad no puede sentirse despreocupada de los derechos humanos. Para que el término no sea una metáfora al servicio de los tristes intereses de la política efímera, la universidad debe contribuir a reflexionar sobre el tema en la gran perspectiva de su tarea diaria. No solo necesita la universidad profesores que aseguren la búsqueda del conocimiento. Necesita también maestros que aseguren la formación de nuevas generaciones. Dar formación y no reducirse la tarea a la mera enseñanza y al puro aprendizaje. La formación es la conjunción de todos los saberes fundamentales: supone un saber integrador ‘del hombre’, ‘en’ el hombre y ‘para’ el servicio del hombre. Lo importante es hacer con todo ello una unidad a la medida del hombre. Se trata de conciliar las ciencias en un saber humano. Y eso no es asunto de un profesor encargado de una determinada asignatura. Es tarea ajena a la de proporcionar información. Se trata de salvar las esencias. Y tiene que ver con la personalidad, con el puesto del hombre frente al mundo y en el mundo: con el ser-para-la-cultura, que es uno mismo. Mac Gregor se preocupó de que la universidad asegurase esas esencias. Es la manera como debe entenderse en la universidad el derecho a la cultura, que es uno de los derechos humanos que la Constitución garantiza y defiende.
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