Por Luis Jaime Cisneros
Ahora que la economía está de moda, digo que la Universidad es una ‘buena inversión’. Esta es para todos nosotros la época de los cerebros electrónicos. No se trata de ‘competir’ con ellos. Se trata de hacernos conscientes de que este es el signo de la revolución técnica a que la Universidad hace frente. Se trata de comprender que esta actividad inteligente que ha llevado a los cerebros electrónicos no se ha hecho al margen de la Universidad. No se ha hecho al margen de las Humanidades; y no quiero nombrar a la serie de filósofos, sociólogos y lingüistas comprometidos con los físicos y matemáticos en este mancomunado esfuerzo intelectual.
Por eso resultó írrito que a la Facultad de Letras (y la nombro así) la hayan tenido arrinconada, ajena a las reformas que se intentaron en otros campos dentro de la misma Universidad. Y no se diga que es un problema de dinero porque no es eso lo que está en juego. Nos han hecho creer que muchas cosas dependían del dinero (y mejor, del extranjero) para disimular el obligado diagnóstico de nuestra indolencia. Si nos dieran el dinero los americanos, los japoneses, los alemanes o los rusos (o si nos instalaran gratuitamente los equipos) seguiríamos como antes. Porque de lo que se trata es de comprender que sin formar gente para esta empresa estaremos sometidos intelectualmente a cualquier tipo de penetración. Se trata de preocuparnos por ‘nuestro’ destino como institución de enseñanza superior y humanística. Y es así porque a la postre se trata de nuestro destino como país.
¿Por qué todo esto? Porque todo el porvenir económico e industrial del Perú se halla comprometido con este signo revolucionario de los ordenadores. ¿Y la alfabetización y la instrucción en las grandes técnicas de recuperación de tierras no nos vendrán dentro de poco alineadas en las computadoras? El que haya visitado algunos de los célebres laboratorios electrónicos europeos o americanos no puede ignorar que ha comenzado a tomar contacto con el mundo del futuro, que es precisamente aquel para el que tenemos obligación de entrenarlos a todos ustedes.
No sé si nos hemos puesto a reparar lo suficiente: la lucha en la que están empeñados los colosos de la humanidad en el terreno universitario se reduce a producir ‘técnicos’. Y no es un problema de cantidad. Es asunto de calidad. Cantidades de dinero fabulosas se invierten en asegurar esa calidad. Repárese bien: la independencia de la que gozan ciertos países, la razón de su predominio no solamente radica en producir máquinas de elocuente poder y segura grandeza sino en producir hombres que las crean, las reformen y las perfeccionen para servir a los intereses del hombre. Pero nosotros solo vemos la máquina, y nos contentamos con que venga un técnico a manejarla, o a lo sumo enviamos a que algunos de los nuestros las aprenda, o anunciamos que no somos menos para aprenderlo.
Nos falta una acabada idea del porvenir porque carecemos de un sentido de la continuidad. El porvenir está en todos nuestros discursos y reclamaciones. Pero no está asido a la certidumbre de que lo vamos a gozar. No está asociado con nosotros mismos, no es una clara conciencia ni una posesión paulatina en cuyos dominios nos vamos internando. Y formar técnicos es el porvenir universitario. Y formar técnicos es formar gente que tenga capacidad de creación. El conformismo no es el signo del trabajo científico. Pero tampoco lo es el descontento ni la rebelión. El viejo planteamiento cartesiano sigue siendo el mejor acicate.
Nuestro saber es provisional porque felizmente no es estático. Esa es la mejor victoria de una casa de Humanidades: formar conciencia de eso. Por eso no podemos preparar solo gente que asimile y estanque el saber, sino gente que aprenda a someterlo a crítica, para que así lo perfeccione y recree. Si no, permaneceremos en el subdesarrollo. Es decir, estaremos mentalmente colonizados. La independencia, para ser total, debe asegurarse en el terreno del trabajo científico. Pero no depende de que copiemos o no programas ajenos; depende de que aprendamos a descubrir las fuerzas capaces de organizarnos un programa interior.
La Universidad no teme esa tarea. Y por eso no tiene miedo a las innovaciones. De lo contrario, no seríamos creadores culturales. Hay que aprender a luchar contra esa falta de sentido de continuidad en el tiempo; nos sobra, frente a ello, mucho fetichismo sobre cosas y hombres accidentales del pasado.
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