Por Luis Jaime Cisneros
“Si tomas, no manejes”, “Tu opinión importa”. Lo leo y lo oigo mientras atravieso diariamente el zanjón. Y sonrío. Sonrío porque pienso en lo que puede importarle a la gente mi opinión sobre el caos de Afganistán, o la grave crisis griega, para no mencionar el desconcierto de los petroaudios. Y sonrío, sobre todo, porque imagino que el que bebe ni siquiera estará en condiciones de leer el aviso, y seguirá manejando. Y vuelvo al ejercicio libre de opinión a que me invita la radio. Este estímulo radial me parece una buena oportunidad para ejercitarnos en decir la verdad. Si de algo debemos curarnos rápidamente es del miedo a decir lo que pensamos. Creer que la verdad tiene un precio distinto del que nos enseñaron es signo de un país que hace de la mentira y el dolo instrumentos de canje y beneficio. Un país que le teme a la verdad no vale la pena de ser vivido, pues no puede mostrar su historia ni tiene porvenir que valga la pena arriesgar.
Cuando comparamos cuánto hemos progresado en ciencias y en tecnología durante el siglo anterior, tomamos conciencia de lo lejos que estamos de la Edad Media y lo cerca de la Revolución Francesa. El progreso aparentemente mecánico revela el extraordinario trabajo de la inteligencia y de la imaginación del hombre. Esfuerzo del músculo y de la mente. Esfuerzo en que lo recibido por tradición y por herencia ha servido, por cierto, de estímulo importante. Hemos progresado porque hemos tomado conciencia de cuánto se podía perfeccionar y de cuánto necesitaba transformarse. Y sobre todo hemos descubierto cuánto podíamos crear con solo poner a trabajar inteligencia e imaginación.
Esta ingenua reflexión suele preceder toda conversación con el alumno que inicia y con el que termina su primera etapa de estudios universitarios, finalizados los Estudios Generales. Me agrada plantear así las cosas, porque permite enfatizar el concepto de ‘carrera’. Bueno es saber que la universidad nos pone en el umbral, pero la carrera es continua, no termina nunca. Se ramifica y extiende en las maestrías, se enriquece con la investigación y la docencia y, llegado el doctorado, se consolida el trabajo en equipo, del que tanto aprendemos.
Iniciada esta conversación, planteadas así las cosas, se impone conversar sobre la originalidad y la tradición, siempre provechosa e inocente discusión académica. Temas a los que un filólogo se ve convocado desde siempre constituyen contacto imprescindible para establecer vínculo estrecho entre alumno y profesor. Así nos enteramos de que las ciencias humanas han progresado gracias a que se ha tenido la valentía de abrir todas las puertas del conocimiento a medida que fue avanzando el siglo XX. Siglo duro, fatigado por el escarmiento: dos guerras mundiales y varias guerras interiores, muchos descubrimientos y una amenazante aparición del Sida. Es verdad que fue también el siglo de los trasplantes y de la conquista del espacio, pero ha sido también el siglo de la escandalosa realidad de Ruanda y del terrorismo. Fue la clonación con la que el siglo mismo se despidió.
Me distrae (y convoca mi atención) un interesante comentario radial. Me entero, así, de que crecen las empresas y crecen también, sin razón, numerosas universidades. Mejor dicho, se está adjudicando categoría universitaria a cualquier centro de estudios cuya calidad se infiere, en buena cuenta, en razón de argumentos tristemente políticos. Y como sigo creyendo que mi razón importa, aprovecho para protestar por la creación irresponsable de más universidades y explicar qué debemos esperar de una institución universitaria. Necesitamos Escuelas Tecnológicas, y no los hay. Necesitamos Institutos de Investigación, y no podrá haberlos mientras se sigan creando universidades de papel maché, que sirven solamente para el discurso y los diplomas de oropel.
Y hay que preguntarse cuáles son las razones que llevan a nuestros políticos a proponer la creación de más universidades. ¿Qué sentido tiene crear instituciones de enseñanza superior, si la realidad de nuestro sistema educativo no alcanza todavía un rango que pudiéramos considerar respetable? Cuántas especialidades tecnológicas necesitamos cubrir, y no pensamos en crear una escuela capaz de encarar esa realidad. Esta es, por ahora, una opinión en marcha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario