Por Jorge Bruce
Vengo sosteniendo hace varias columnas que la corrupción, cual derrame de crudo en la costa, está rebalsando los diques de una población que, sin embargo, ostenta una tolerancia considerable a esta lactosa infecta. Así como las encuestas de Proética, año tras año, muestran esta actitud ambigua y adaptativa a una situación que se presume imposible de erradicar, los sondeos últimos de las encuestadoras arrojan otro resultado consistente: la corrupción es percibida como uno de los problemas más graves de nuestra maltrecha sociedad.
Es como si un organismo constatara su enfermedad y aceptara vivir con esta, siempre y cuando no constituya una amenaza para su existencia. ¿A partir de qué momento se percibe esta presencia como letal? Cuando la evaluación del vínculo entre la calidad de vida y la ética de los gobernantes resulta desfavorable para el ciudadano medio. Entonces recuerda lo que siempre supo pero ante lo cual optaba por hacer la vista gorda: la autoridad que roba ME roba.
Que la avalancha de denuncias a la que estamos –de nuevo– asistiendo, en donde cada día trae su cuota de revelaciones catastróficas, sea el producto de una guerra entre clanes mafiosos, no cambia gran cosa. Sabemos que la mayoría de estas quedarán en nada, y que la sobrevida de un político peruano atrapado con las manos en la masa es envidiable y hasta confiere cierta aura de celebridad mediática.
La pregunta es cuál va a ser la reacción de la población ante estos brotes purulentos que provienen sobre todo del partido de Gobierno: sus dos secretarios generales están implicados en casos graves y el partido, curtido en estas lides, busca controlar daños. Ante esta corrupción colegiada, el Presidente hace unos discursos condenatorios encendidos, inoperantes e inverosímiles. Vamos, es como Fujimori diciendo que no sabía nada.
¿Hay esperanza? Kafka diría que sí, pero no para nosotros. Para no quedar presos de ese escepticismo viscoso, propongo lo siguiente: Mi impresión es que se abre un breve paréntesis de asco e indignación ciudadanas, producido por la saturación aludida, similar a la que vivimos al final del fujimorismo. Sabemos que esta respuesta dura poco. Luego las preocupaciones cotidianas retoman su curso y la resignación pragmática de muchos se reinstala, dando paso a personajes oscuros o males menores.
Por eso es un periodo que debe ser aprovechado para avanzar cuanto se pueda. La acogida que ha tenido la plataforma de lanzamiento de Lourdes Flores es buen signo. Pero no se la puede dejar sola, entre otras cosas por su probada incapacidad para rematar la faena. Recuerdo haberle escuchado decir, por ejemplo, que era preferible la re-reelección de Fujimori para evitar la violencia, cuando la solución era exactamente la contraria: la reacción ciudadana nos dio un respiro de justicia y paz social.
Un líder democrático y ético debe poder catalizar esa rabia, esa impotencia, transformándolas en fuerzas de cambio; no de destrucción, como Sendero, de desinstitucionalización y cinismo, como el fujimorismo, o de ambigüedad moral y conservadurismo, como el Apra. Esperemos que no nos ahoguemos otra vez, repitiendo, mientras nos hundimos: yala.
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