domingo, 8 de enero de 2012

EL ULTIMO CURACA

Arturo Jiménez Borja volvió y para siempre a Puruchuco. Allí lo enterraron, en conmovedora ceremonia andina,


"Debemos aprender de nuestros antepasados su juiciosa inserción en la naturaleza y su meticulosa organización cultural". Aquí, en Puruchuco.


El sobrecogedor sonido de un pututo acompañó el cortejo de un hombre invalorable, donde no faltaron los mates burilados ni la cruz de la pasión. Como seguramente enterraron a su antepasado Toribio Aya. Como debió ser. Amigos entrañables, colegas y alumnos despidieron a Arturo Jiménez Borja, médico, museólogo, arqueólogo, pintor y coleccionista que murió trágicamente asesinado el 11 de enero.

Escribe
TERESINA MUÑOZ-NAJAR

NO quería volver, ni siquiera a hablar del asunto, desde aquel infausto día -hace cinco años- en que ciertas personas del Museo Nacional de Arqueología le quitaron el camión, retiraron a su chofer, al arqueólogo y encima, pretendieron abrir su habitación para hacer un inventario. "¡Del lugar que yo había levantado con mis propias manos!", reclamaba con tristeza. Sin embargo, dejó una indicación precisa: "Quiero que me entierren aquí". Se refería al pequeño jardín que está a la entrada del Museo de Sitio de Puruchuco.
Por lo menos ese deseo suyo se cumplió. El otro, el de morir tranquilo en su cama, contemplando la urna que contenía un maravilloso nacimiento cusqueño -primer recuerdo de su infancia- le fue vilmente arrebatado.
Arturo Jiménez Borja celebró 90 rotundos años el 21 de julio de 1998. Entonces, estaba preocupado porque la Universidad Cayetano Heredia le había pedido que hablara en un seminario cuyo título, francamente, le daba mucha risa: "Cómo envejecer con dignidad". "No saben que nací programado", decía mientras subía de dos en dos las escaleras de su casa y luego las bajaba casi corriendo.
Realmente así fue. Y no sólo vivió con envidiable salud durante nueve largas décadas sino que, al mismo tiempo, caminó con asombrosa lucidez sobre el enigmático pasado.
"Desciendo en primer orden del último curaca indígena de Tacna, Toribio Aya", repetía con orgullo. Ese sería, tal vez, el hito que marcó su amor por el indigenismo. Ese y la estrecha relación que tuvo con su aya boliviana, quien, como él mismo contaba, lo llevaba a su casa y le daba comidas especiales para que aprendiera a hablar rápido el aymara. "Se te va a ablandar la lengua", le aseguraba ella.
Siguiendo las huellas precolombinas. Derecha, Luis Repetto, director del INC, organizó una ceremonia como a él le hubiera gustado.



Don Arturo nació en Tacna, en plena ocupación, por lo que sus padres lo enviaron a Bolivia para que estudiara sin ninguna influencia chilena -"Y porque era indignante que nos obligaran a cantar su himno"-. Allí estuvo a cargo de una tía y descubrió toda la magia y colorido del folclor andino. Luego, la familia se trasladó a Piura, donde los recibió El Niño de 1925 y, finalmente, a Lima.
Pudo haber sido pintor -como que lo era- o poeta -como que también lo era- pero quiso complacer a su padre y estudió medicina en San Marcos. En 1938, obtuvo el grado de bachiller con una tesis sobre "Iconografía Esquizofrénica", que la elaboró mientras practicaba con su brillante profesor, el psiquiatra Honorio Delgado. "Fui su alumno y su paciente", decía, aunque después añadía muy despacito: "Pero no me pudo curar del insomnio".
Ya por esas épocas, don Arturo aprovechaba cualquier momento libre para desplazarse por el territorio peruano en busca del pasado precolombino y de sus vestigios. Fue en uno de esos viajes, justamente, que inició su fabulosa colección de máscaras -que pronto se ampliaría a mates burilados, trajes de fiestas costumbristas e instrumentos musicales incas y preíncas-. Estando en Huánuco, Esteban Pavletich, quien había sido secretario de Sandino, le regaló la primera de ellas, la de jija huanca. Llegó a juntar más de 600. Y sobre cada una tenía algo que decir. Había averiguado su historia, su significado, su procedencia, hasta que por fin, en 1996 nos regala su libro "Máscaras Peruanas", editado por el Banco Continental. (En 1998, la misma entidad le publica "Vestidos Populares Peruanos").
Cuatro de sus festivas máscaras: La Dama de la Danza Auca y la de Yanahuanca. Seguido, el Huacón del Valle del Mantaro y la Diabla de Ichu.



Treinta años de labor ininterrumpida en el Hospital Obrero, no le impidieron tampoco dedicarse en cuerpo y alma a la restauración de monumentos antiguos. La recuperación de Puruchuco, gran parte de Pachacámac, Paramonga y Cajamarquilla, se le deben a él. Así como la creación de los museos de sitio.
Es bueno recordar que, además, por los años setenta, don Arturo organizaba espectáculos de luz y sonido entre las ruinas de Puruchuco. Claro que no con la tecnología que hoy ostentan los grandes centros arqueológicos del mundo, pero sí con antorchas, fogatas y escenificaciones en vivo. ¿No fue acaso el pionero?
Puruchuco, el lugar de sus encantos. Ahí alojó a su gran amigo José María Arguedas. "Estuvo pocos días y todas las noches me dejaba papelitos en los que escribía sus quejas: me parece inconveniente que tu perro se llame Inca. Que los niños hacen mucha bulla. Que hay un gorrión que canta muy fuerte, etc. y al poco tiempo se suicidó, era tan tierno".
AJB con uno de sus tantos trajes costumbristas, el de la fiesta de la Virgen de Cocharcas. Derecha, en 1988 entre las ruinas de Cajamarquilla, en la ciudadela llamada El Laberinto.



Otra de las cosas que lo desvelaba era el estudio del pensamiento andino. "Tenemos una historia de 17.000 años de antigüedad -explicaba- y la llegada de los españoles se produce recién en el siglo XVI, la mentalidad andina está por lo tanto muy cimentada, muy hecha y prevalece". A raíz de esta preocupación, don Arturo publicó el ensayo psicoantropológico "Formas de pensar aborigen" y ganó el Premio Rousell de Medicina 1992, justo cuando cumplía dos años como director del Museo de la Nación.
Sus numerosos libros, sus delicados cuadros, su pensamiento, su vasta cultura, su delumbrante memoria, sus tesoros, su tenaz amor por el pasado, su respeto al silencio milenario. Eso nos deja Arturo Jiménez Borja.




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Paisaje De Sitio

Hay que preservar la zona paisajista de Puruchuco, lugar que ahora lleva el nombre de Jiménez Borja.


Arqueólogo Tosso, alerta sobre peligros que afectan a Puruchuco.


LO dijo Luis Repetto el viernes pasado: Por ley, el hasta ahora complejo arqueológico Puruchuco (ubicado en la margen izquierda del valle del Rímac, sobre las faldas del cerro Mayorazgo) será denominado en adelante como complejo arqueológico Arturo Jiménez Borja, en memoria del hombre que lo restauró y donde "desplegó sus mayores energías". Hay, no obstante, una inquietud respecto a la zona, aún inhabitada que queda frente al complejo (más de 80.000 m2). Allí se debería construir un parque que armonice con las ruinas. Pero el terreno es de propiedad de terceros. De acuerdo al arqueólogo Walter Tosso, asesor de la municipalidad de Ate y quien, actualmente, se encuentra haciendo un catastro de los sitios arqueológicos de ese distrito, es preciso que las autoridades vigilen este asunto. Ocurre que los propietarios han pedido el cambio de zonificación, de "otros usos", (es decir que allí no se podía construir más de un piso) por el de "vivienda". De ocurrir esto, podemos imaginar, desde ya, inmensas moles de cemento tapando el complejo. Luis Repetto, afirma que en estos momentos se está conciliando con los dueños del terreno y que seguramente se llegará a un buen fin.
Otra cosa que le preocupa al arqueólogo Tosso, -se preserve el parque o no- es el inminente peligro a que está expuesto todo el complejo debido a la densidad demográfica, a la presencia del estadio de Universitario de Deportes y a la prolongación de la Av. Javier Prado. "No existe -dice- un proceso de concientización que cree un nexo entre la comunidad y la zona arqueológica. Hay que considerar que Puruchuco es el primer museo de sitio de Latinoamérica y que pese a tener 40 años de fundado, no se ha articulado con la población. Ellos son los que tienen que vigilarlo".

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