miércoles, 9 de septiembre de 2009

Recordar es vivir



Enrique Zileri llamó una vez Rasputín a Montesinos. Había que ser audaz para hacerlo en ese momento, cuando la banda de Fujimori dominaba todo lo imaginable. Montesinos se molestó mucho. Tanto, que le ordenó a uno de sus jueces ciempiés que fabricara una sentencia “por difamación” en contra de Zileri. ¿Qué pudo molestarlo tanto? Todo indica que lo que lo sacó de sus casillas fue que lo compararan con un parásito de la corte de los Romanov, un sujeto que tuvo que apelar a la santería tenebrosa para hacerse un hueco en el corazón de la emperatriz, primero, y en el entorno del propio Nicolás II, después. Montesinos quiso decirnos algo con esa reacción. Quiso decirnos que él no era otro que el mismo emperador. O que, en todo caso, el papel de Fujimori no era el de un Romanov. Los años y los videos lo demostrarían después: Fujimori era el bufón sobreactuado de una corte de los milagros dedicada prioritariamente a robar. Dickens hubiera hecho una novela deliciosa con los Joy Way y los Crousillat y los Genaros. Dickens, que bajó a los hospicios y al Londres de las uñas negras y los harapos, jamás soñó con un gobierno poblado por sus personajes, un régimen de picabolsos y atracadores que contaran con ejército propio, majestades otorgadas por el voto, generales pulguientos con carros de combate, decretos urgentes para saquear con prontitud, discursos humanistas para engatusar, ministerios en donde hurgar, flotas de barcos dotados de inmunidad, repartos de botín no en una pocilga sino en un palacio con eco de pisadas y guardianes de rojo. ¡Ah, Dickens! ¡Ah, Dostoiewski! Lo que se perdieron por nacer antes de tiempo. ¡Qué fuente de inspiración! ¡Qué personajes! Recordemos al modesto y genial Dickens disculpándose, en su prefacio de 1867, tres años antes de su muerte, por el paisaje social presente en su obra: “Parecióme que el sacar a escena a estos asociados en el crimen tal como realmente eran, el pintarlos en toda su deformidad, en toda su maldad, en toda la sórdida miseria de sus vidas, vagando vergonzosamente por los más inmundos senderos de la vida con la gran sombra del patíbulo cerrándoles el horizonte dondequiera que se volviesen; parecióme que el hacer esto sería intentar algo que era preciso hacer y que constituiría un servicio a la sociedad. Y lo hice lo mejor que pude”. Yvaya que lo hizo. Pero lo que Dickens llamó crímenes hubieran resultado, en el Perú charcoso de Fujimori, faltas administrativas, levedades indignas de comentarse. Aquel Londres donde siete peniques para la comida de un huérfano se convertían en dos por la avaricia de la señora Mann parece idílico, casi idiota de puro primitivo frente a esa república de francachelas dinerarias que fue el Perú de Fujimori. Si hubiera un Nobel para el bandidaje, un Guinness del desplume, un Oscar de la cochinada, aquí, aquí estarían. Porque aquí, en este país que a veces parece condenado a repetirse, electrochoqueado y sin memoria, aquí el crimen fue, con Fujimori, creación heroica, pobre Mariátegui. Aquí Pedro Navaja hubiera sido primer ministro. Aquí los muchachos del robo del tren postal inglés hubieran quedado como unos grandes cojudos

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