domingo, 14 de febrero de 2010

MANCHAY

Manchay en quechua quiere decir miedo. Y, según relatan los antiguos pobladores de esta comunidad —creada en 1983—, pasar por esta extensa quebrada inhóspita y árida hace veinte años daba realmente miedo. Los agricultores que iban de las chacras de Pachacámac camino hacia La Parada preferían caminar por estos cerros antes de las 6 de la tarde. Después, la oscuridad, el ruido del viento y los remolinos de arena hacían pensar a más de uno que por aquí penaban. Manchay entonces era solo un páramo, famoso porque en sus lomas secas los domingos se practicaba el motocross.

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Como la mayoría de barrios periféricos de Lima, Manchay se hizo literalmente de la nada. Las primeras familias que formaron la asociación de vivienda, lo hicieron porque en otros lugares ya no había más espacio. “En el comienzo éramos setenta pobladores y vivíamos en sitios alejados”, dice Walter Enríquez Verano, un lambayecano de 60 años, que fue uno de los primeros en venir a vivir a Manchay en 1985. “Acá por la noche pasaban cosas raras —asegura—. Corría harto viento y se sentían los pasos de mucha gente, pero uno salía a mirar y no veía a nadie. Cuentan los antiguos que en esta zona se castigaban a los esclavos de las haciendas vecinas y que por aquí también pasó un brazo del ejército chileno, hubo un enfrentamiento y murió mucha gente”.

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Pero más allá de la leyenda, la gran masa de pobladores de Manchay vino huyendo de otra guerra. Fue en los años noventa, cuando el terrorismo arreciaba en Huanta y Ayacucho. Entonces comenzaron a llegar familias enteras que huían de la violencia y la muerte. Sus primeros hogares fueron los cascarones de viejos tranvías abandonados en el desierto.

“Si bien no encontraron agua ni energía eléctrica ni viviendas habitables, encontraron una aparente paz”, reflexiona el padre José Chuquillanqui, uno de los artífices del crecimiento y desarrollo de esta población. Este sacerdote jaujino lleva catorce años viviendo en esta localidad y a pesar de que la gente lo reconoce como el gestor de varias obras, él se sorprende y dice que todo ha sido hecho gracias a la “increíble fuerza” de la gente de Manchay. “Es gente —agrega— de extrema pobreza, pero que tiene la cualidad de no haberse quedado lamentando su situación. Aquí hemos logrado algo importante, el asistencialismo puro que solo crea parásitos no existe, sino lo poco que tenemos ha sido hecho con la mano de obra de Manchay, a través de diversos programas en salud, educación, derechos humanos, y la defensa del niño y del adolescente”.

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De los miedos iniciales, por la soledad o por la falta de servicios y oportunidades, Manchay comienza a tener autoestima. El éxito de “La teta asustada” parece ser compartido por cada uno de sus más de sesenta mil habitantes, y cuando uno recorre sus sectores ya hay alguien que le dice por aquí caminó Magaly Solier o por acá se filmó tal escena. Rosendo de la Cruz, profesor de danza y egresado de la Escuela Nacional del Folclor José María Arguedas, participó en tres escenas de la película, y también colaboró seleccionando a quienes actuaron como extras. Ahora, con el apoyo de la Municipalidad de Pachacámac, está a cargo de 24 talleres de danza, y enseña marinera y huaylarsh a sesenta niños de entre 6 y 14 años. “Llevo diecisiete años viviendo aquí, y antes no teníamos movilidad y el agua la comprábamos en cilindros, ahora en cambio tenemos agua, luz, cable, serenazgo”, dice entusiasmado.

Hoy si uno ingresa por la avenida Víctor Malásquez lo primero que ve es un enorme bolsón de casas rústicas que se elevan por los cerros, pero si se interna por las calles de esta comunidad, entonces verá un pueblo en construcción. La avenida Miguel Grau está siendo asfaltada, una aplanadora empareja la calle de la Plaza de Armas, y subiendo y bajando por los cerros, siempre se está levantando algo: una casa, una tienda, un nido, una cancha de fútbol, rústicos juegos infantiles.

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Las primeras conexiones de agua potable han llegado recién a Manchay. Hay letreros que agradecen al gobierno y la gente dice que es un buen inicio después de años de sequía, sin embargo no es suficiente: “Yo pediría un hospital”, dice la señora Elena Palacios, en la puerta de la Agencia Municipal, donde madres con sus hijos participan de un programa de alimentación. Ella vive en Manchay desde hace diecisiete años. Llegó atraída por el clima seco del lugar para curar a su hija del asma. Y está agradecida. Ya no hay miedo, solo ganas de progresar. El éxito de “La teta asustada” todavía está fresco y los pobladores esperan que sea un buen augurio.

La joya de Manchay
El 2002 se inauguró la catedral de Manchay, que rememora esas iglesias serranas con sus naves amplias, sus dos torres, su reloj, su campanario y sus muros de piedra, como un homenaje a los miles de familias de la sierra sur que llegaron a esta localidad en los noventa. Fue construida por el arzobispado, gracias a la cooperación internacional, y al esfuerzo de los pobladores, sobre todo jóvenes, convocados por el padre José Chuquillanqui: “esas piedras —dice el párroco— me recuerdan la participación de esos chicos que estaban en la pandilla porque nadie les daba una oportunidad y, después, fueron los más entusiastas colaboradores del templo”.

2 comentarios:

  1. ese es mi manchay ººla tierra del terrorºº
    pueblos mucho pero como mi manchay mas na...
    DMT un hijo de manchay ºllacta manchayº hip hop
    unidos por una causa.....
    un saludito para todo mi HM...
    RESPETOS....

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  2. Es interesante el suceso, nada nuevo, de que una película le dé identidad a una comunidad; lo trágico son las condiciones de pobreza, marginamiento y degradación humana a los que fueron sometidos los quéchuas que presentan esos estados sicológicos que denuncian en el film...ahora comprendo las estrofas del famoso atahualpa yupanqui de por que ya no quería engrasar los ejes de su carreta si el perú milenario murió hace mucho tiempo.

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