domingo, 7 de marzo de 2010

INES ES MI MAESTRA

Inés Valdivia. En 1979, durante una huelga de maestros, una golpiza de la policía la dejó paralizada de la cabeza a los pies, con los años ha podido sentarse en una silla de ruedas: hoy realiza una extraordinaria labor social entre los niños más pobres. Su historia en el Día Internacional de la Mujer.

Por: Jorge Paredes


Desde hace 31 años vive sentada en una silla de ruedas, pero nunca se detiene. Cada mañana toma por lo menos tres mototaxis para llegar hasta las zonas más empobrecidas de San Juan de Lurigancho y ser la maestra de cientos de niños y de mujeres que la esperan al pie de rústicas casitas de madera y esteras, en los cerros de Bayóvar. Mujeres que apenas la ven corren para levantar en vilo la silla de ruedas y llevarla hacia arriba, sorteando las piedras, a un humilde taller, ahí donde es difícil llegar, incluso para quienes pueden caminar y correr.

A Inés Valdivia nada la detiene. Es maestra —ad honórem— en un país donde la educación parece que nació en crisis, y es discapacitada justamente por querer que esa educación cambie. La historia, su historia, se inició un 4 de julio de 1979, en la Plaza de Armas de Lima, en medio de una implacable huelga magisterial y una nube de bombas lacrimógenas.

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Inés lo relata todo como si contara una vieja película. En su mente se suceden las imágenes y ella las describe sin callar nada. Tenía 23 años, era profesora de matemáticas en una escuela nacional de mujeres de Huánuco hasta ese 4 de julio. Ese día las maestras habían tomado la Plaza de Armas de Lima, querían llamar la atención del gobierno del general Francisco Morales Bermúdez después de un mes de huelga. Las bombas lacrimógenas iban y venían y a eso de las 5 de la tarde un edecán de Palacio les informa que el ministro de Educación las recibiría en el piso 11 del ministerio ubicado frente al Parque Universitario. Habrá trato directo, se dijeron, y nombraron una comisión de cuatro maestras, Inés, entre ellas.

De ahí todo parece escalofriante y absurdo. Relata Inés: “Nos esperaba el ministro [José] Guabloche y once militares más. Después de reprendernos por nuestra actitud, nos plantearon un chantaje descarado. Nos ofrecieron dos pasajes para irnos por seis años fuera del país, con un trabajo seguro. Las que eran casadas podían viajar con sus esposos y yo que era soltera podía ir con quien quisiera. Lo único que teníamos que hacer era firmar un acta que ellos ya tenían redactada. Vi que dos maestras vacilaron y ofrecieron su firma, entonces no lo pensé dos veces, fingí que iba a firmar el papel y, cuando lo tuve entre mis manos, lo metí dentro de mi poncho y salí corriendo.



En la calle me subí al primer auto que vi. Le dije al chofer que me llevara por el jirón Azángaro, pero la policía le cerró el paso y le ordenó que me llevara a la Plaza de Armas. Había hecho una bola de papel con el acta y la tenía en mi boca, pensaba que si me detenían podía lanzar la pelotita a cualquier maestra. Antes de que el carro se detuviera, salté y corrí, pero no pude seguir: sentí un golpe en mi espalda, como si un rayo me partiera en dos. Caí y ya no pude levantarme, solo oí gritos de la gente que decía, “¡No la maten, no la maten!””.



Inés nunca más volvió a caminar. Estuvo postrada en una cama por algunos años y gracias a una colecta entre los maestros y su familia (“mi papá, mi mamá y mis hermanos vendieron todo lo que tuvieron”), pudo viajar a Alemania en 1987. Después de ocho meses de tratamiento, volvió a sentarse y a mover los brazos. Según los médicos su mal era reversible y con nuevas terapias podía volver a caminar. Desde su silla de ruedas, Inés relata cómo ningún gobierno se interesó por ella y nunca más la repusieron como maestra. Peor aun, en 1985, la desalojaron de su casa. Ella cree que fue una represalia del gobierno aprista porque en ese tiempo los maestros la llevaban en camilla todos los días hasta la puerta del ministerio para que el Estado se interesara por su caso.



“No he perdido las esperanzas de caminar, pero ya no me preocupa eso”, afirma Inés, mientras con mucho esfuerzo sube al auto que nos llevará a Bayóvar, a ver a sus niños, como ella los llama. “Lo que sí me preocupa es que el gobierno mienta y diga que el cobro de las Apafa (Asociación de Padres de Familia) no es obligatorio, cuando los colegios siguen poniendo esta condición para matricular a los niños. Ponga esto por favor: con las señoras vamos a presentar un memorial al ministro de Educación para que se anule este cobro”.

En Los Nuevos Jazmines, en Bayóvar, una las zonas más pobres de San Juan de Lurigancho, las pequeñas Darlin y Gisel piensan un rato su respuesta: “es un obtusángulo”, dicen, mientras la maestra Inés les enseña las figuras geométricas. Aquí no hay agua potable ni energía eléctrica, pero sí hay una maestra que viene tres veces por semana a enseñar a leer y escribir sin cobrar un solo sol. Una maestra que vive vendiendo tarjetas de plumas, cuadros y cerámicas, en una casa humilde, junto a su silla de ruedas, su horno de leña y su higuera que por extrañas razones todavía no da buenos frutos.

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