Por: Daniel Parodi
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En 1989 salía del aeropuerto de Barajas en Madrid a tomar un taxi para dirigirme a casa de los Paz, una familia peruana amiga, que gentilmente me alojó en mi primer y juvenil periplo europeo. Cuando estiré la mano para detener al taxi, una señora mayor, ubicada más de doscientos metros detrás de mí, me llamó la atención áspera y andaluzamente: ¿oiga señó, que estamo nosotro esperando el taxi primero? ¿No le jode?
Ciertamente, mis peruanísimas malas costumbres me jugaban mi primera mala pasada en el Viejo Continente, malas costumbres que responden a un orden de cosas particular, susceptible de ser interpretado sociológicamente, pero que en esta ocasión voy a limitarme a describir. Así pues, en el Perú existe “la síncopa del bodeguero”, simpático comerciante que es capaz de atender a cuatro y hasta a cinco personas en simultáneo porque hasta hoy en el país el orden de llegada es un concepto desconocido. Y le digo síncopa porque en estos casos, al igual que en la marinera limeña, para ser escuchado hay que saber entrar en ese delicioso y fugaz silencio que precede a la llamada que se usa para introducir la resbalosa.
Otra dimensión del mismo problema es la que enfrenta diariamente el peatón gallardo y bienintencionado que pretende respetar un orden que no existe y que se rehúsa a cruzar las avenidas también sincopadamente, es decir, aprovechando los efímeros segundos que te separan de ser arrollado por un vehículo a toda velocidad o por una combi zigzagueante. No obstante, debo reconocer que algo se ha mejorado, hay empresas de transporte que han renovado sus flotas y adquiridos los buses llamados Euro 3, bastante cómodos, cuyos choferes y cobradores brindan su servicio uniformados y que además cuentan con inspector-boletero. Estos buses se detienen solo en los paraderos, aunque aún hay cosas que deben mejorar, como por ejemplo utilizar las puertas de subida solo para subir y las de bajada solo para bajar, en lugar que indistintamente, como se estila hasta ahora.
El crucero peatonal y los semáforos son el último aspecto que voy a tratar en esta reflexión por cuyos sarcasmos me disculpo. El tema me resulta especialmente sensible porque si yo creo que por conducir un vehículo –que pesa más de una tonelada y puede matar a un individuo de a pie si lo atropello– entonces tengo la preferencia, estoy a un paso de la jungla. Si creo que una persona –mayor o menor, qué importa– debe quitarse de en medio simplemente porque estoy pasando con mi vehículo y puedo hacerle daño, me pregunto muy preocupado sobre mi desenvolvimiento en otras esferas de mi vida.
Es por eso que ahora que el Municipio de Lima está lanzando una loable campaña de reordenamiento del tránsito, es menester que no pierda de vista atacar el problema desde la perspectiva de los valores cívicos y ciudadanos. Es hora de que hagamos cola en las bodegas y de que preguntemos quién es el último en los paraderos para colocarnos detrás. Es momento de que los conductores comprendan que los cruceros peatonales no se llaman así por gusto, sino porque las personas de a pie también deben atravesar la pista, desplazarse y son ciudadanos como todos nosotros; ya es tiempo de que los conductores se den cuenta de que esa personita de verde que simula caminar en los nuevos semáforos inteligentes no es una señal para que pasen ellos, sino para que crucen los peatones.
No sé qué tan banales hayan resultado estas palabras, considerando otras graves problemáticas por la que atraviesa el país, tampoco creo que mi propuesta solucione muchas cosas. Sí creo que respetar algunas pequeñas normas de convivencia nos hará más ciudadanos y más respetuosos del espacio y de los derechos del otro. Así pues, a mí no me importa ser el último si con ello estoy valorando y reconociendo a los demás.
domingo, 18 de diciembre de 2011
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