Por: Daniel Parodi
Imprimir
“A través de los años, han sido los campesinos dueños de las tierras que dejaron su esfuerzo, sudor y vida en los surcos. Vienen unos cuantos delincuentes de saco y corbata y pisotean sus derechos. Hoy la historia se escribe con sangre... con sangre de Pueblo, con sangre de esperanza”.
Blog “Andahuasi no se vende”.
Yo crecí creyendo que la reforma agraria de Velasco fue un acto de justicia porque repartió la tierra entre los que la trabajaban y mi conocimiento adulto confirmó mi percepción infantil. Antes de su aplicación, en el Ande peruano regía la autoridad de los gamonales, quienes ejercían sobre los campesinos un poder señorial, ante la condescendiente abdicación de la autoridad del Estado.
También supe que durante el transcurso del siglo XX se produjo una transición demográfica que rompió la relación hombre-suelo en el campo; había muchos campesinos y la concentración de la propiedad les impedía acceder a la tierra. Por esta razón, desde 1950 la invasión de haciendas se convirtió en práctica común y la reforma agraria ingresó en la agenda política. Finalmente, en 1969 Velasco la aplicó y acabó con el latifundismo, el gamonalismo, el señorialismo, y con todos los rezagos coloniales que aún pervivían en nuestra serranía, tan alejada de la ciudadanía, de la inclusión y de la igualdad.
El problema es que Velasco no se limitó a repartir las tierras del latifundio serrano, sino que nacionalizó también las haciendas agro-industriales de la costa norte, cuya producción azucarera y algodonera se destinaba a la exportación. Consultado sobre aquello, Velasco dijo que era imperativo acabar con la oligarquía y que aquello no sería posible si no se afectaba la base fundamental de su poder. Yo debo confesar que de nuevo mi percepción infantil confluye con mi conocimiento adulto. La oligarquía no fue ni buena, ni mala, simplemente fue, pero para 1969 el hombre ya estaba en la Luna y Cachito Ramírez nos clasificaba a México 70 con sus dos golazos en la Bombonera: el Perú hacía rato que no estaba para patrones y aristocracias.
Pero el mundo da vueltas, literalmente. En 1989 cayó el muro, cayó el socialismo, arremetió el neoliberalismo y, para ser honestos, las reformas de Velasco lastimaron el aparato productivo nacional, la sustitución de importaciones no funcionó, y nuestro Estado, entre la bancarrota y el terrorismo, estaba ávido de capitales frescos que proviniesen del sector privado. De allí la ley fujimorista de 1995 que creó las condiciones para la privatización irrestricta de la tierra y de allí también que la mayoría de cooperativas agrarias se haya reprivatizado.
En 2010, el gobierno anterior intentó equilibrar un tanto la situación. Se propuso un límite de 40.000 hectáreas para el latifundio –que equivale nada menos que al área de todos los valles de Tacna, Moquegua, Tambo, más algunos de Arequipa, juntos– pero la propuesta motivó la enérgica protesta de los voceros mediáticos de la derecha, quienes denunciaron el tufillo velasquista de la timorata sugestión. Quedó allí.
Con este repaso de la historia agraria del Perú he querido subrayar que en la cuestión de Omar Chehade nos hemos olvidado de la historia; como siempre preferimos el escándalo y la peliculina. Claro que se trata de un tráfico de influencias, y grosero además, pero también se trata de una triste abdicación de los principios ideológicos del nacionalismo.
Presidente Humala, lo elegimos para ser un presidente de izquierda, sistémicamente, pero de izquierda. Los veinte años de neoliberalismo que deja atrás el país han atraído inversiones y reducido la pobreza. Pero combatir la desigualdad y la exclusión no es parte de la agenda neoliberal y por eso lo hemos elegido para que nuestra sociedad acceda a un Estado más arbitral y deliberante, más justo y equitativo. Lidere pues, señor Presidente, y expulse de su entorno a los que obstruyen el proyecto por el que votamos.
domingo, 18 de diciembre de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario