En los años 60 un economista austriaco, Adolf Koslik, publicó un provocador libro, que iluminaba aspectos fundamentales del funcionamiento del capitalismo de los EEUU, luego de la Segunda Guerra Mundial (El capitalismo del desperdicio. México: Siglo XXI, 1973). Koslik llamaba la atención sobre la enorme importancia del complejo militar-industrial para dinamizar la economía doméstica norteamericana, y así evitar el retorno de una recesión. De su análisis se desprendía que la dinámica guerrera del imperialismo respondía no solo a designios expansionistas –políticos– sino a profundas necesidades internas, estructurales, de la economía norteamericana.
Ya en los años 30 el recientemente reivindicado John Maynard Keynes llamó la atención (y esto le ganó el Premio Nóbel) sobre cómo salir de una recesión creando una demanda agregada desde el Estado. Si el Estado, comprando productos a los empresarios nacionales, era capaz de crear una demanda suficientemente grande, dinamizaría ramas de la economía que generarían empleo, dando capacidad adquisitiva a los trabajadores así contratados, que se convertirían a su vez en consumidores que demandarían nuevos productos (productos de primera necesidad, por ej.), dinamizando nuevas ramas económicas, que podrían contratar nuevos trabajadores, que a su vez demandarían otros productos, y así sucesivamente, hasta dinamizar toda la economía.
El modelo económico antirrecesivo de Keynes tenía un correlato histórico real: la política económica del fascismo de los años 30, a la que le dieron una muy expresiva formulación: “cañones o mantequilla”; invertir en productos de consumo, o en armamento. Cuando llegó a canciller, Hitler encontró la economía quebrada, saliendo de la hiperinflación más grande de la historia, con una tercera parte de la fuerza de trabajo desempleada. Sorprendentemente, en apenas tres años convirtió a Alemania en una gran potencia mundial, próspera y con pleno empleo (de allí el gran apoyo popular que conquistó). El secreto estuvo en la asociación entre el Estado nazi y los grandes industriales para desarrollar la más grande carrera armamentista de la historia, que, por una parte, creó el milagro económico alemán, y, por la otra, lanzó a la humanidad al apocalipsis de la guerra mundial.
Analizando la economía de EEUU en la postguerra Koslik presentaba evidencias sorprendentes: para 1960 alrededor de un 8% de la fuerza de trabajo laboraba en industrias que producían directamente para el complejo militar-industrial y alrededor de una tercera parte de la población económicamente activa dependía indirectamente de este sector. La conclusión era clara: el guerrerismo norteamericano no era solo la consecuencia de un imperativo político expansionista sino de una característica estructural de su economía: la carrera armamentista con la URSS (y luego la carrera espacial) era una necesidad estructural. Visto desde este punto de vista, la Guerra Fría, la guerra de Vietnam, el enorme poder del complejo militar-industrial y el intervencionismo yanqui a nivel mundial adquirían un nuevo sentido.
El colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría han creado un escenario nuevo, pero la política intervencionista de Bush en Irak, y la que anuncia ahora Barack Obama para Afganistán, muestran que no todo ha cambiado. Es importante analizar el acuerdo por el que Colombia cede a EEUU el uso de siete bases militares en su territorio y la nueva geopolítica yanqui para la región dentro de este contexto. Volveré sobre el tema. (Nelson Manrique)
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