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.Luis Jaime Cisneros
Una conversación con un coronel norteamericano, doctor en pedagogía y especialista en evaluación, me sirvió, en 1958, para comprender el error en que había trabajado mis temas de examen. La historia debo contarla así: a mi interlocutor le llamaba la atención que los profesores celebraran haber propuesto temas difíciles, con lo que habían aplazado gran número de alumnos. “Grave error”, me dijo, sonriente, vaso de whisky de por medio, mi interlocutor.
Y esta es la historia. El profesor, sobre todo en el campo de los estudios superiores, debe saber que en su aula hay tres clases de alumnos: a) el que está constituido por los alumnos estudiosos, que otorgarán la misma atención a cualquier tema; b) el integrado por los que aspiran a aprobar por azar la disciplina, y siempre será el más numeroso; c) el integrado por los que han tenido que inscribirse en el curso porque llegaron tarde a la inscripción de los cursos que habrían preferido. Tener en cuenta esta realidad es indispensable para preparar los temas de examen. Hay que proponer tres tipos de temas: uno destinado a los que aspiran a alta nota, y propone asuntos que exigen haber estudiado con profundidad; un segundo tema para aquellos alumnos que habrán prestado atención a dos o tres asuntos centrales y alcanzarán calificaciones respetables; y un tercer tema destinado a recoger el punto memorizable que, sin análisis especial, pueden haber retenido los alumnos de buena memoria. Con ese esquema, un buen profesor puede estar satisfecho de que el número de alumnos desaprobados no pase del 15% de los convocados. “Ufanarse de haber aplazado a 20 alumnos de un total de 30 es aberrante”, decía en buen español el coronel norteamericano. Y me ratificaba su tesis: si el número de aplazado es superior al 15% hay que admitir que el tema ha estado mal planteado: se ha prestado atención a temas mal tratados. Aprendí que lo que en esas pruebas estamos evaluando es el aprendizaje de lo que hemos enseñado.
Confieso que la primera lección que se derivó de esas conversaciones es que fui comprendiendo que necesitaba unos dos días para pensar los temas que sometería a evaluación. Tenía que reconocer también a cuáles asuntos había dedicado mayor profundidad, como para asignarles sitio en la propuesta evaluadora, y qué temas en realidad no debía proponer, porque habían sido tratados en el aula muy superficialmente. Los he aprovechado a lo largo de más de 50 años. He aprendido mucho desde entonces.
He traído este tema a colación para poder reflexionar sobre las evaluaciones de los docentes que, en estos últimos meses, han sido tema de análisis y protesta. En primer término, lo que me ha parecido censurable es que en algunos casos los temas fueron preparados por personal ajeno al sistema: profesores de una entidad universitaria que nada tenían que ver con el mundo magisterial. Se trata de evaluadores que tienen en cuenta el grado de existencia que debe estar en ejecución y desconocen el clima y el ambiente en que se han preparado los candidatos.
Pero no tiene sentido plantearse el tema de las evaluaciones si no aceptamos que, puesto que hay acuerdo en admitir que el sistema pedagógico está en crisis, y si por otro lado, estamos de acuerdo en que son los docentes los llamados a afrontar la situación, conviene, en rigor, plantear los primeros asuntos a los que debe enfrentarse el analista y el reformador. Hay dos preguntas esenciales: ¿qué enseñar y cómo enseñar? En torno a esos asuntos hay proclamas, discursos, artículos. Arriesguemos la discusión. Si se trata del qué, el tema se relaciona con el currículo. Si se trata del cómo, tenemos que vernos con el método.
El método es, en mi opinión, desde el punto de vista del docente, el eje de toda la actividad pedagógica. El error ha consistido hasta ahora en mantenernos pegados al método cartesiano, sin tener en cuenta cuánto y cómo han progresado las ciencias en los últimos tiempos. El método tiene hoy un vínculo seguro con el riesgo. Seguro de lo adquirido, se arriesga una nueva adquisición. Si el método implica un caminar, no es hoy como el viejo camino cartesiano, ‘cierto y seguro’, sino, como ahora sugiere Edgar Morin, el camino del poeta Machado:
Caminante no hay camino, se hace camino al andar.
El secreto hoy está en el empeño de búsqueda. Si no hay búsqueda, no hay método. Hacerse a esta nueva idea implica modificar viejas y anquilosadas costumbres pedagógicas. Para comenzar, hay que ayudar a los docentes a resucitar la fe en la cultura, en el espíritu humano y hay que aprender a generar un amor por el conocimiento que se ofrece en las aulas.
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.Luis Jaime Cisneros
domingo, 28 de marzo de 2010
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