.Por: Hugo Neira
Un ex infante de marina inmovilizado en una silla de ruedas, reclutado, sin embargo, para ir a años luz de la Tierra a un planeta llamado no por azar Pandora. Un relato de 2 horas y 41 minutos.
En ese planeta que la magia del cine nos muestra con un natural de documental ecológico, hay selvas, una naturaleza maravillosa, y por cierto otra especie, los Na’vi, y así, con el uso hábil del ADN de nuestra especie, se produce otra, un avatar, un híbrido, capaz de respirar en ese mundo distinto. El guerrero, cuyo cuerpo terrestre permanece en la base, se infiltra bajo el cuerpo de otro. Hasta ahí, el relato no tiene mucho de nuevo, parece una reproducción del binomio Tarzán y los grandes simios.
Pero no es por azar que Tarzán nace en 1912, en la revista All Story Magazine, cuando reina el colonialismo, y antes de sabios como Malinowski o Boas, o sea, antes de un buen siglo de antropología y de los estudios que sepultaron la vanidad que solo los occidentales pensaban. En el filme, resulta que el avatar con cuerpo de Na’vi y alma de terrestre, es más alto, más fuerte, más bueno. Por otra parte, esos nativos de color azul (qué hermosa es Neyriti, la nativa de la que queda prendado Jake el intruso humano ) viven en total armonía con su medio ambiente.
Avatar es algo más que una película. Que sobrepasa al Titanic y a La Guerra de las Galaxias, la más taquillera de la historia del cine, lo cual no es poco. Pero hay algo más que el uso de la 3D. Más que sus formidables efectos virtuales. Todo eso cuenta, pero hay algo más. Ahí está gran parte de la conciencia de un tiempo.
No es casual que en los años treinta los filmes íconos fueran La quimera del oro y Tiempos modernos de Chaplin. Y en la Guerra fría las intrigas de Hitchcock, o en nuestros días, El Padrino, tiempo de mafias; pero luego la gran pantalla la ocupan Kubrick, Spielberg, es decir, la anticipación científica hasta 2012. Esta vez no hay un escenario catastrófico. Simplemente, la Tierra dejó de ser habitable. Avatar es nuestro condensado de temor y de esperanza. En aquel mundo, la natura piensa. Al filme lo anima, subyacente, un culto a la patria-Tierra, a Gea, algo como una nueva religión.
Avatar no valdría lo mismo si fuese una novela, una obra de arte menos multitudinaria. Pero es cine puro, la he visto triunfando en cada gran capital del mundo que he visitado. Y uno se pregunta a qué se debe tal unanimidad. Y recordé, porque preparaba mis cursos sobre la Grecia Antigua (mientras restablezco mi salud), lo que dice la profesora de La Combe sobre por qué los griegos iban al teatro casi obligatoriamente. Cuando llegó la democracia, se daban dracmas a los más pobres para que no dejasen de asistir. Una tragedia llevaba un día entero, no era fácil escenificar por qué Agamenón mata a Ifigenia, su hija, por defender los derechos del hermano contra las leyes de la ciudad.
Lo trágico es el conflicto de valores, entre lo tribal y lo ciudadano, la sangre y la ley, conflictos en consecuencia terribles, y por momentos ininteligibles, y al público le hablaban los actores, dioses y hombres, pero también el formidable coro, es decir, el sentido común. La tragedia ponía delante de todos la potencia de la tradición y el nuevo modelo de legitimidad sin reyes, que la contradecía. Eso es lo trágico, elegir entre valores buenos cada uno por su cuenta, pero incompatibles. Por eso los personajes eran dramáticos. La tragedia antigua, bajo una forma estética, ayudaba a la aparición de una conciencia lúcida en sus contemporáneos.
El cine es el actual gran arte colectivo. Disfrazado de entretenimiento, en él subyacen mitos y razón de nuestro mundo. No ir al cine es dejar de comprender. Me parece gravísimo que los cines hayan desaparecido en muchas ciudades provincianas del Perú. Una nación sin cines no es concebible. Es la fábrica del imaginario moderno lo que se cierra. Sin cines, sin sueños, no estamos en el siglo XXI
jueves, 25 de febrero de 2010
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