Por Luis Jaime Cisneros
Este domingo va dedicado a la memoria de mi madre, que me enseñó a leer, vía primera de mi preocupación por la cultura. Asumo la lectura porque soy un profesor que desde hace muchos años tengo buena amistad con los libros. Y en vez de hablar de los libros, me resulta más útil hablar de una perspectiva de la lectura, que no suele parecer interesante. Me explico. La lectura es una experiencia que nos depara la lengua. No representa nuestro primer contacto con el lenguaje. Ese contacto primero se da con la lengua oral, que es la lengua de la casa, de la familia, y que es la lengua que esgrimimos para asegurarnos el ‘yo’ que pide, ruega y protesta, y que es la lengua que nos permite tomar contacto con las cosas: la fruta, el pan, la ropa, la leche, el agua. La lengua en que afirmamos y reconocemos a ‘mamá’.
La lengua escrita es el fruto del contacto escolar. Ahí empieza una imagen primera de esta nueva actividad, en cuyo ejercicio podemos empeñar la vida entera. Pero para que tengamos una idea profunda de lo que significa ‘leer’, quiero invitarlos a recordar la etimología de esta palabra. Es decir, su historia. Es verdad que ‘leer’ es una palabra española que proviene del latín. Sus antecedentes más remotos nos remiten a un verbo leggere, verbo que significaba “reconocer el grano de la cosecha”. No era una operación sencilla, porque no se refería al hecho de recoger el grano y guardarlo. Implicaba dos operaciones: la primera consistía en ‘probar’ el grano para ver si estaba en condiciones de convertirse en alimento. La segunda operación, una vez aprobado, consistía en recogerlo. Había, así, una idea de alimentación y provecho corporal. Esa, que es la idea primordial, sigue presidiendo, en todas las lenguas, el significado profundo de ‘leer’. Por eso no nos sorprende que los maestros recomienden la lectura como un tónico espiritual.
Pero quisiera agregar una segunda reflexión. Comprendemos el valor de la lectura cuando llevamos algunos años leyendo textos diversos. La escuela nos ha ofrecido modelos de libros: unos nos han informado sobre la historia o la botánica; otras nos han propuesto reflexiones sobre la aritmética y la geometría. Otros nos han revelado usos artísticos del lenguaje, y entre ellos recordamos buenos ejemplos de cuentos, poemas. Yo recuerdo la simpatía con que los hermanos leíamos un libro de Basadre: “Perú, problema y posibilidad”. En la biografía de todos nosotros suelen aparecer muchos días de amables lecturas o de desagrables textos incomprendidos. Por eso he querido detenerme en estas reflexiones. Y me pregunto qué representa para cada uno de nosotros esta operación de leer, sobre la que nunca nos propuso la escuela un minuto de conversación.
El lenguaje nos sirve para expresar nuestra intimidad, y la lectura nos invita a reavivar esa expresión. La lectura es, por eso, una actividad inteligente que nos permite ahondar en los textos para reanimar el sentido profundo que los anima. Cada vez que leemos, estamos dando vida a la voluntad de comunicación de un hablante. Así, la lectura nos permite actualizar el pasado: cuando leemos El Quijote, lo que revivimos no son las letras con que hace 400 años Cervantes escribió esa obra, sino las ideas y los sentimientos que animaron a Cervantes. Y cuando, al leer un texto, nos sentimos espiritualmente reanimados, convocados a meditar, reconocemos que la lectura es una actividad relacionada desde antiguo con el alimento espiritual.
¿Por qué nos fortalece la lectura? Porque enriquece nuestra capacidad de comprender los textos. Saber leer significa saber penetrar en los textos para aprovechar lo que intencionalmente quiso decirnos el autor. Si acertamos a comprender un texto, debemos felicitarnos porque eso anuncia que somos competentes. Solamente los competentes saben leer.
domingo, 9 de mayo de 2010
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