domingo, 18 de julio de 2010

No improvisar con la universidad

.Por Luis Jaime Cisneros

Sobre la universidad corren y se amontonan ensayos, proyectos, entrevistas, libros, bibliotecas. Su solo nombre puede originar batallas gigantescas, y buen recuerdo tenemos de aquella que paralizó a Francia en 1968. No hay vida civil sin universidad. Con motivo de todo lo que estas últimas semanas se ha dicho y escrito sobre la universidad, he vuelto a leer un viejo libro de Felipe Mac Gregor: Sociedad, ley y universidad peruana. Tres palabras que se hallan en estrecha y coherente trinidad.

Se dice fácilmente, pero se suele entender con precipitada exaltación. La universidad debe estar protegida por la ley y al servicio de la sociedad. La afirmación, con ser tan clara, está siempre expuesta a malinterpretaciones, asedios ideológicos, equívocos patentes. Una de sus más tristes consecuencias es el número demagógico de instituciones llamadas ‘universitarias’ en el país. Esa realidad es un penoso síntoma de nuestro pobre desarrollo cultural. Es como para ruborizarse. Y se crearán más, al conjuro de slogans, afirmaciones y promesas electorales. Todos los documentos que legislan a la universidad desde 1850 no han servido para explicar qué buscaba el país con esta clase de institución, ni qué esperaba de ella para lo por venir. En ese porvenir estamos y comprendemos que a los legisladores solo les interesó preocuparse del ‘aquí’ y el ‘ahora’. Se pretendió crear un modelo único para la universidad. Fracaso absoluto. Fracaso porque (y releo a Mac Gregor) “la universidad surge de la virtud creadora de quienes estudian aprendiendo o enseñando; y se aprende en el aula, en la vida, en el medio cultural y en la respuesta al estímulo del medio físico”. Fracaso, además, porque muchas universidades creadas no fueron respuesta a las necesidades regionales.

Quien busque el esperado estudio sobre el mar, ungido por la ley 9539 que debió realizarse, buscará en vano. Los legisladores se esmeraron en chauvinismo. Creyeron que era más importante que los títulos se otorgaran “a nombre de la Nación”, con lo que sembró una torpe ilusión, porque esa capacidad administrativa, consagrada en el papel, no crea conciencia de que lo que se manda y distingue en la universidad es la calidad científica del trabajo, la solvencia científica de los maestros y la dedicación cierta al estudio y a la investigación de maestros y estudiantes. Consecuencia: ahora la rutina es el signo acompañante de la actividad universitaria. Por habernos preocupado por si nos convenía un modelo europeo, norteamericano o socialista, estamos sin haber podido construir realmente las bases de una sólida institución universitaria.

Valioso material contenía el libro de Mac Gregor. Su gran preocupación son las esencias, centrado siempre en los temas medulares: docencia, autonomía, formación académica, gobierno universitario. Me interesa resaltar hoy dos temas, porque son de estricta actualidad: autonomía y función social de la universidad. La única autonomía que la universidad debe defender a toda costa es la académica. En lo que concierne a su gobierno y a la organización curricular, a la elección de sus docentes, sistemas de evaluación, planes de investigación, requisitos para grado, la universidad debe gozar de una independencia total.

Y ahora, la afirmación todavía polémica para muchos. La universidad es un centro de transformación social. La frase luce en toda algarada política latinoamericana, y se deja tímidamente escuchar en alguna universidad europea. Aquí Mac Gregor fue tajante: ante todo, la universidad es centro de saber. Y si alguien busca otra cosa en ella, “desconoce lo que significa un centro de saber”.

La prosa de Mac Gregor es sobria, a veces tiene aristas duras, muy rudas. Por eso reclama un comentario. Claro es que resulta un despropósito reducir la misión universitaria a la de un centro de transformación del hombre, en tanto que el saber ayuda al hombre a su propia realización, y el estudio permite de alguna manera estar preparado para contribuir a mejorar a nuestros semejantes, y a través de ellos, mejorar (es decir, transformar) la sociedad a que pertenecemos. No se trata de alcanzar mejores salarios y menos ciertamente de lograr el acceso al poder. Se trata de poner al estudiante en condiciones de autorrealizarse, buscamos en él una transformación integral (espiritual, social, cultural). El porvenir, prefigurado en los jóvenes que llegan a las aulas, está presente en las páginas de este libro que he rememorado, porque sobre la universidad no se debe improvisar.

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