.Por Alberto Adrianzén m.(*)
Resulta extraño que faltando tan pocos días para que se cumplan diez años de la instalación del gobierno de transición de Valentín Paniagua, casi no se haya escrito sobre esta fecha tan importante para la democracia peruana. Ninguno de los candidatos que fue a la CADE mencionó este hecho. No hay señales que en los ambientes políticos y académicos se piense hacer algo para recordarla. El silencio es un buen indicador –lamentable por cierto– de que la transición en este país no tiene espacio en el imaginario ni de los políticos ni tampoco de los académicos.
Como excusa de este “olvido” se puede argumentar que todos o casi todos están interesados en la campaña electoral y que eventos “pasados”, como la transición, quitan tiempo y, lo que es peor, no son relevantes en estos momentos. La idea de que solo importa el “presente” es, finalmente, lo que prevalece.
Sin embargo creo que esta forma de razonar contiene un error de base. Lo que nos pasa hoy día tiene mucho que ver con el pasado. No saber de dónde viene uno es la mejor receta para no saber a dónde ir. No hay futuro sin un pasado común. Esto no solo es de mucha utilidad para una persona, también lo es para la democracia y para el país.
Para comenzar diremos que la democracia actual –o nuestra democracia– es producto de una lucha no solo contra un gobierno corrupto y autoritario, sino también contra un régimen que fundó –si cabe la expresión– un modelo económico (neoliberal), una forma de hacer política (clientelar) y un Estado (lobbista). Por eso no es extraño que este “olvido” se exprese, por un lado, en esta suerte de continuismo posfujimorista y, por otro, en la expectativa de una “novedad” que siempre es una promesa.
Vivimos atrapados entre el pasado fujimorista y la construcción de una novedad política que no se ancla ni tiene como referencia la lucha democrática del pueblo peruano y las propuestas de transformación. Lo que quiero decir es que cualquier proyecto político de cambio (o progresista) debe partir del reconocimiento de que la transición que se inició con el presidente Paniagua, luego de la caída del fujimorismo, quedó trunca; mejor dicho, como ha sucedido varias veces en el pasado, que la transición quedó inconclusa y que sigue siendo una tarea pendiente de la democracia peruana.
Restringir la transición a un simple cambio de gobierno y a unas elecciones limpias es de alguna manera “traicionar” lo que intentaron el presidente Paniagua y todos aquellos que lo acompañaron, cuando aquel 22 de noviembre de 2000 asumió la Presidencia. Es cierto que Paniagua quería dejar principalmente –como sucedió– un gobierno elegido democráticamente; sin embargo, lo que buscaba además –y lo dijo más de una vez él mismo– era clausurar un ciclo autoritario y abrir otro democrático de larga duración. Ello suponía poner en el primer plano el desmontaje de los componentes de lo que hoy día llamamos el régimen autoritario fujimorista: terminar con el Estado lobbista y el militarismo, y con la corrupción, construir una democracia basada en la separación de poderes, en los partidos y en la vigencia de los DDHH, entre otros puntos. Una suerte de republicanismo que hoy muchos prefieren olvidar, como también las luchas populares que nos devolvieron la democracia.
Muy poco de ello se hizo en los años posteriores. Ni Toledo ni García intentaron seguir las huellas y las tareas pendientes dejadas por la transición. Por eso no me parece extraño que el fujimorismo siga siendo una opción política en las próximas elecciones. Combatir al fujimorismo es concluir la transición. En esa lucha sabremos quiénes quieren cambiar el modelo económico y quiénes quieren transformar esta democracia que continúa siendo esquiva para la mayoría de los peruanos. Conectar la lucha presente con la transición no es solo el mejor homenaje a un presidente excepcional como lo fue Valentín Paniagua; es también el mejor servicio que podemos hacer al país y al pueblo peruano.
sábado, 27 de noviembre de 2010
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