Meditación al pie de los zorros (III)
CESAR LEVANO
2. Hay en el ¿Último diario? al final de la novela, un párrafo que ha sido aprovechado por los violentistas, que en el pasado no sólo sufrieron la crueldad de la guerra sucia, sino que también cometieron matanzas de campesinos y asesinatos a sangre fría de dirigentes populares cuyo crimen consistía en ser “revisionistas”.
El párrafo dice:
“Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres ‘alzamientos’, del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador, Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin”.
El dios libertador, el que se reintegra, es Inkarri.
El 27 de noviembre de 1969, un día antes de los dos balazos con que acabó su vida, Arguedas había, en carta al Rector de la Universidad Agraria, configurado el papel de Inkarri, el dios desintegrado que integrándose nos integraría. Se lee allí:
“Fui testigo de cómo delegados estudiantiles fanatizados y algo brutales fueron siendo ganados por el sentido común y el espíritu universitario cuando los profesores, en lugar de reaccionar sólo con la indignación, lo hacían con la mayor serenidad, energía e inteligencia… El Perú es un cuerpo cargado de poderosa savia ardiente de vida, impaciente por realizarse; la Universidad debe orientarla con lucidez, ‘sin rabia’, como habría dicho Inkarri”.
Eran las palabras del adiós encerradas en el ciclo “de la luz y de la fuerza liberadora”.
Pero en el texto de Perú vivo, que es de 1966, reiteramos, Arguedas había percibido que el desarrollo capitalista deformado acarreaba, con todo, un esfuerzo integrador. Describe así ese proceso.
“Yo he visto transformarse el país. Cuando visité Lima por primera vez, en 1919, las mulas que arrastraban carretas de carga se caían, a veces, en las calles, fatigadas y heridas por los carreteros que les hincaban con púas sobre las llagas que les habían abierto en las ancas; un “serrano” era inmediatamente reconocido y mirado con curiosidad o desdén; eran observados como gente bastante extraña y desconocida, no como conciudadanos o compatriotas. En la mayoría de los pequeños pueblos andinos no se conocía siquiera el significado de la palabra Perú. Los analfabetos se quitaban el sombrero cuando era izada la bandera, como ante un símbolo que debía respetarse por causas misteriosas, pues un faltamiento hacia él podría traer consecuencias devastadoras. ¿Era un país aquél que conocí en la infancia y aún en la adolescencia? Sí, lo era. Y tan cautivante como el actual. No era una nación”.
domingo, 23 de enero de 2011
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