Entre Arguedas y Cisneros
.Por Jorge Bruce
Fue una proeza ingresar a la galería Pancho Fierro, de la Municipalidad de Lima, donde se realizaba el acto de presentación de La Chalina de la Esperanza. La afluencia hizo necesario restringir el acceso al público. Había una gran cantidad de periodistas debido a la presencia del Nobel Vargas Llosa, así como la alcaldesa Susana Villarán. Al punto que la llegada de Juan Ossio, ministro de Cultura, casi pasó inadvertida. Esta mediatización del acontecimiento fue de doble filo. Por un lado opacó la presencia de las protagonistas. A saber, las tejedoras, las familiares de los desaparecidos que vienen luchando desde hace décadas –literalmente– para recuperar el cuerpo o por lo menos noticias de las personas cuyos vínculos eran esenciales en sus vidas: maridos, padres, hijos, hermanos, abuelos.
Por otro lado, la atención de los medios permite visibilizar un acto de memoria y reparación simbólica que es de justicia y de salud no solo para los directamente afectados sino para toda la nación. Incluso para quienes, cegados por el odio y la ideología, se niegan a reconocer la trascendencia de esta iniciativa, cuyo mérito corresponde al colectivo Desvela Perú, integrado por Marina García Burgos, Paola Ugaz y Morgana Vargas Llosa.
Para demostrar lo anterior basta representarse esta escena, en la cual están reunidos, además de los ya citados, el sacerdote Gustavo Gutiérrez, Beatriz Merino, la Defensora del Pueblo, y el pintor Fernando de Szyszlo, presidente de la Comisión del Museo de la Memoria, flanqueados por la chalina, en un extremo de la sala, y la imagen de José María Arguedas, en el otro, con una enorme presencia de público de todas las sangres, para quedarnos en el imaginario arguediano.
En el centro, tres mujeres cantaron: Pamela Rodríguez, Rossana Valdivieso y Magaly Solier, cuya presencia cada día tiene más fuerza y elegancia interpretativa. El hecho de que su abuela fuera asesinada por Sendero le daba un peso gigante a sus palabras de ternura y reconciliación. Al final las tres cantaron Solo le pido a Dios, el himno de León Gieco, que, como todas las versiones usadas en exceso, puede resultar empalagosa. Pero cuando pasaron del español al quechua, traducido por la Solier, sucedió algo extraordinario: la misma canción, gastada por el abuso, cobró una vida nueva y potente que sobrecogió al auditorio.
Después conversé brevemente con la flamante alcaldesa y pensé en la magnitud de los desafíos que ya está enfrentando. Sería irresponsable apoyarla a rajatabla, basados en su insólita –en nuestro medio político– corrección y buena voluntad. De hecho requiere de nuestra vigilancia y crítica. Pero lo obtuso y autodestructivo es atacarla sin ton ni son, como está haciendo cierta prensa ciega de furia por la victoria de FS, olvidando que la ciudad es de todos y a todos nos afectan el caos del transporte y la creciente inseguridad.
Esa noche, sin embargo, se pudo vislumbrar un país que no se preocupa tan solo de resultados económicos desiguales, sino de la salud espiritual de la comunidad. Persistir en ese empeño es el mejor homenaje que podemos hacerles a los amautas como Arguedas o Luis Jaime Cisneros.
domingo, 23 de enero de 2011
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