.Por Rocío Silva Santisteban
“Estoy luchando con tremendo esfuerzo y me siento perplejo por dentro. No sé adónde iré a parar. Lo que me sostiene es mi fervor por el Perú”. Esas fueron las palabras que envió José María Arguedas a su psicoanalista Lola Hoffman en una carta desesperada fechada en marzo de 1967. Un año después, acumulando frustraciones y agobiado por un cansancio existencial, Arguedas escribía su última carta, una carta colectiva a los miembros de su “casa de estudios”, en la que se encuentran las siguientes líneas: “Todo cuanto he hecho mientras tuve energías pertenece al campo ilimitado de la universidad y sobre todo al desinterés y la devoción por el Perú y el ser humano”.
El amor al Perú. ¿Qué es para nosotros el amor al Perú?, ¿qué sentido tuvo para Arguedas el amor al Perú? Fue un amor prístino, transparente, un amor al olor de la tierra, al viejo campesino surcado de arrugas del cual podía enamorarse, un amor de niño, un warma kuyay como el que sintió por el becerrito que latigueó el Kutu, un amor sin límites que, sin embargo, no pudo darle ese “temple de vida” que requería para seguir respirando. Por supuesto que no era un amor a la bandera y a los símbolos patrios, sentimientos vacuos que algunos utilizan incluso como justificación de asesinatos. El de Arguedas fue un amor de otra índole, una sensación de pertenencia a los rincones más oscuros de nuestro país: a la sentina de la cárcel de El Sexto donde también encontró humanidad, o a la belleza de esos ríos profundos que separan en dos una comarca; por eso en esa misma carta termina diciendo: “He vivido atento a los latidos de nuestro país”.
Lamentablemente los latidos del país nunca estuvieron atentos a José María Arguedas. ¿Qué billete ha llevado su rostro?, ¿qué estatua de homenaje se ha levantado en un lugar céntrico de la capital?, y lo que es peor, ¿qué edición popular ha impreso el gobierno peruano para difundir su obra? Ninguna. (El Congreso ha editado una antología pero no es de divulgación popular). Es cierto que el mejor homenaje es leerlo, pero –a los cien años de su nacimiento– quedaría como un deber del país darle a Arguedas, por ese amor que nos enseña en cada una de sus letras, un vuelto de todo esto. Una nada. Una casi nada. Declarar el 2011 como “Año de José María Arguedas” sea quizás una decisión fatua y burocrática y puede ser que no sirva de nada; pero sí como un símbolo que permita a los niños que asisten a las escuelas más alejadas de Yuyungo o Puquio interesarse por este “gringacho”, que ha sabido silbar y cantar y escribir tomándole el pulso a la alegría y el dolor de ser peruano.
El Ministerio de Cultura, según su página web, está gestionando ediciones de sus novelas y sobre todo de su obra antropológica aún inédita, concursos de danzas y de artesanías en homenaje al escritor, y el bautizo de un tramo de la carretera Nazca-Urcos con su nombre. Esperamos que realmente todo esto se lleve a cabo en un año de cambios ministeriales. Pero, sobre todo, recordemos lo que dijo el mismo José María en su Último Diario: “Me gustan, hermanos, las ceremonias honradas. No las fantochadas del carajo”.
domingo, 9 de enero de 2011
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