“¡Qué Dios nos ayude!”, exclamó el ministro Hurtado Miller el 8 de agosto de 1990, como epígrafe de uno de los discursos más dramáticos de la historia del Perú. Esa noche, el ministro recomendado por el FMI y actualmente prófugo de la justicia, había anunciado que por decreto del gobierno la lata de leche que costaba 120 mil intis subía a 330 mil; el kilo de azúcar blanca que estaba a 150 mil intis se elevaba a 300,000; el pan francés que costaba 9 mil intis escalaba a 25,000. La gasolina que tenía un precio de 21 mil intis por galón, se disparaba a 675 mil intis. Sin asco, treinta veces más.
No se había instaurado aún el reino de los precios libres que existe ahora, sino que el gobierno había utilizado el sistema de precios controlados que debía proteger al consumidor, para atacarlo y producir en definitiva un formidable traspaso de dinero desde la economía familiar a las arcas del Estado para la normalización de la deuda y hacia algunas empresas a las que se quería rentabilizar. Sólo quedó libre el tipo de cambio, no por razón doctrinaria, sino porque el gobierno no logró hacer el cálculo sobre a cuánto debía subirse el billete verde para ponerlo en línea con los demás precios.
Cuentan que, a último momento, Hurtado retiró la página sobre tipo de cambio y de ahí que el documento del discurso que se repartió a la prensa se saltaba en la numeración el texto faltante. La idea era que el mercado definiría la subida del tipo de cambio hacia un nivel más o menos alto, como había ocurrido siempre durante estos ajustes. Pero la verdad es que el dólar se derrumbó en los siguientes días, dándole una vuelta a la teoría económica en un fenómeno que nos acompaña hasta estos momentos.
Hurtado Miller duplicó el número de pobres en una sola noche y condenó al país a un largo vía crucis hasta reconstruir su capacidad adquisitiva. Pero mientras cumplía la misión encomendada, el chinito del no shock, que algunos reputan como valiente en sus decisiones, andaba desaparecido. Le tomó una semana volver a aparecer en alguna ceremonia oficial. Fue cuando empezó a darse cuenta que una de las consecuencias del fujishock había sido quebrar la capacidad de resistencia de la población, que protestó dos o tres días en distintas parte del país y poco a poco prefirió encomendarse al mejor de sus santos, a las redes de solidaridad social y a sus escasos ahorros para sobrevivir.
En el país se implantó la idea de que el tan temido shock había sido necesario, aunque fuere como expiación de los pecados económicos previos. Y que a pesar de que el culpable había sido Alan García y los grandes beneficiados del caos sus apóstoles y sus compadres, era el pueblo el que tenía que cargar con el costo.
De esta debilidad y resignación que empezó a atravesar a la gente, viene luego la etapa de las reformas, privatizaciones, apertura de mercados, flexibilización laboral, en la que Hurtado es sustituido por Carlos Bologna, que estuvo propuesto en la terna de los primeros días, pero prefirió esperar.
El índice de inflación de agosto de 1990 fue de 400%, algo que no se entiende cuando no se lo ha vivido directamente. Lo percibí claramente cuando viajé a Colombia un tiempo después. Mi relato de lo que pasó ese día fue incluido en la cátedra de lo real maravilloso, en la que se estudiaban hechos reales y otros novelados, y los alumnos debían distinguir unos de otros. Nadie podía creer que lo que pasaba en el Perú era verdad.
domingo, 8 de agosto de 2010
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