.Por Antonio Zapata
El 15 de agosto de 1769 nació Napoleón Bonaparte en Córcega, hijo de una familia de la pequeña nobleza local. Las grandes transformaciones de la Revolución Francesa lo pusieron a la cabeza de Francia, que fue su trampolín para intentar la conquista de Europa. Al igual que Hitler más de cien años después, Bonaparte tuvo una ambición de dominio mundial. Pero, a diferencia del dictador germano, el nombre de Napoleón no quedó unido a un genocidio, sino que conservó un aura mágica, derivada de su época más prístina, cuando el capitalismo estaba aún en sus pañales.
Napoleón ha tenido multitud de biógrafos y muchos reputados historiadores han escrito sobre su tiempo. Entre estos textos destaca una historia novelada que se debe a la pluma de Stendhal y que se puede adquirir en edición de bolsillo en los supermercados de Lima. El célebre novelista realista francés estuvo escribiendo toda su vida esta biografía que dejó inacabada. Su argumento es muy sofisticado porque amaba a Napoleón, al grado de haberse alistado en sus ejércitos compartiendo sus ideales, pero lo detestaba por haber anticipado la restauración de la reaccionaria aristocracia francesa. Atrapado entre dos sentimientos opuestos intentó comprenderlo y vaya que lo logró.
Su argumento es que los seres humanos han producido tres grados de civilización. En el primero imperan los reyes sacerdotes que conforman un poder absoluto y teocrático. Ese primer estadio habría dado paso al despotismo ilustrado del siglo XVIII, donde dominan soberanos dueños de todo el poder y orientados a satisfacer al pueblo, que recibe lo mejor de sus sabios gobernantes. Mientras que la democracia representativa correspondería al tercer estadio, donde los seres humanos se liberan de reyes y entregan la soberanía por temporadas a políticos electos por los ciudadanos. Pero, ese tercer estadio sería balbuceante y el segundo período le prestaría alguna de sus formas.
Ese sería Napoleón, un tirano del siglo XIX, pero calcado sobre el molde de los déspotas ilustrados del siglo anterior. A su vez, aparece como una figura que surge de la precaria y naciente democracia para anularla y restaurar la nobleza aristocrática, reemplazando viejas familias por otras nuevas que adoptaban las antiguas costumbres. Por ello, era un gobernante nacido de la democracia y de un gigantesco proceso de igualación social.
El Napoleón de Stendhal posee dos almas, conviven el genio que entiende la llegada de la igualdad ante la ley y el aristócrata que pretende encarnar el modelo de Luis XIV. Esa figura dual corresponde bastante bien a otro tópico que igualmente ha sido objeto de multitud de estudios: el caudillo latinoamericano.
En efecto, el primero de los caudillos fue el mismo Simón Bolívar, quien subió tan alto que logró anular a los líderes locales que halló a su paso. En su carrera tuvo la tentación de coronarse, pero se detuvo a tiempo y se mantuvo republicano hasta el fin de sus días. Sin embargo, el modelo de Bolívar siempre fue Bonaparte, tanto para lo que hizo como para señalarle el límite, más allá del cual no quiso ir. La Constitución vitalicia que firmó en Lima fue el punto más avanzado del líder caraqueño en la imitación de Napoleón.
Así, la interpretación de Stendhal sobre el gran corso mantiene poder de sugestión para entender a nuestros mandones latinoamericanos. Vivimos en el continente de los caciques, donde los jefes se sienten poseedores de la verdad y del poder de decisión. En este territorio no se permite la discrepancia ni el funcionamiento de instituciones regidas por reglas firmes. Todo depende del real entender del dueño de la pelota. Si algunos lo dudan, que le pregunten al empecinado Carlos Roca.
viernes, 20 de agosto de 2010
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