Por Humberto Campodónico
La tesis del Consenso de Washington sobre la “necesidad absoluta” de privatizar todas las empresas estatales porque son ineficientes per se ha pasado a mejor vida, tanto en el mundo académico como en la práctica de casi todos los países del mundo y, también, de América Latina.
Pero no aquí, como lo acaba de subrayar García: “No creo en el Estado propietario, en el Estado burocrático que ha fracasado y continúa fracasando en los países donde se aplica”. Ni más ni menos que la “excepción peruana”: seríamos el único país del mundo sin empresas estatales. García continúa situando a las empresas públicas en el “corredor de la muerte” donde las puso la Constitución neoliberal de 1993 (Art. 60), que solo las autoriza de manera subsidiaria, es decir, allí donde los privados no quieran entrar.
En el plano académico, esa tesis del Consenso de Washington “ya fue”. Ha merecido críticas a granel de los Premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman, así como de Dani Rodrik de Harvard. El propio Banco Mundial y el BID han reconocido en varios textos que una de las principales lecciones de los últimos 20 años es que “tienen que ser menos soberbios y no creer que se sabían todas las lecciones”.
La demostración más palpable está en Rusia y China. En Rusia la privatización “a toda mecha” recomendada por el FMI a principios de los 90 llevó a la debacle económica de la cual recién está saliendo. En China, la política es pragmática y dice “hay que cruzar el río tocando las piedras con nuestros propios pies” (y no con los del FMI): hasta hoy cerca del 50% del PBI chino proviene de eficientes empresas estatales.
Claro, pues. El problema principal de la “gobernanza corporativa” de las empresas públicas no es la propiedad, sino la calidad de la gestión. Tan simple como eso.
Si miramos a Petrobrás, a Codelco y la Empresa Nacional de Petróleo de Chile, o a ECOPETROL de Colombia, veremos a empresas eficientes –en hidrocarburos y minería– con personal honesto, capacitado (los mejores profesionales en su rama), eficiente y, además, dotado con instrumentos de transparencia, los que incluyen la veeduría privada de las compras y las inversiones.
Estas empresas cumplen con objetivos fijados por sus gobiernos en sus respectivos sectores, aportando tributos, divisas y, sobre todo, el cumplimiento de objetivos que esos Estados-Nación consideran estratégicos. Y, ojo, ninguno de estos tres países puede ser tachado de “antisistema”.
En el Perú tenemos un gobierno y una élite nostálgica de las privatizaciones, que “no pudieron alcanzar en su totalidad” debido a la protesta popular. Su respuesta fue “dejarlas ahí”, sin nuevos recursos financieros ni opciones de desarrollo. Solo una prueba al canto: ENAPU tiene un pasivo pensionario de S/. 60 millones anuales que no tienen las privadas, lo que le dificulta competir. ¿Por qué no lo asume el Estado? Porque el objetivo es desprestigiarla para después privatizarla. Así de simple.
El problema más grave de la seudo-tesis de la “excepción peruana” es que no concibe al Estado-Nación como un producto de la sinergia entre Estado y mercado sino como un simple subproducto de la inversión privada, mejor aún si es extranjera. Esta tesis trasnochada acaba de estrellarse contra la pared en los países industrializados, pues se ha demostrado que la “libertad irrestricta” del capital es incompatible con el crecimiento sustentable –menos aún, con una sociedad democrática–, por eso es que ahora el énfasis está en la regulación.
Pero no en el Perú, donde no hay políticas de largo plazo (menos en energía, si no miremos cómo se llevan el gas de Camisea). Lo que hay son políticas de negocios empresariales que no tienen por qué coincidir –y en la mayor parte de los casos no lo hacen– con los intereses nacionales. ¿No es cierto?
lunes, 2 de agosto de 2010
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