domingo, 29 de agosto de 2010

Siete años después

Por Jorge Bruce

"Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra historia ha registrado más de un trance difícil, penoso, de postración o deterioro social. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que estamos obligados a relatar”. Con estas palabras comenzó el discurso de Salomón Lerner, en nombre de la CVR. Fue un 28 de agosto del 2003, en el Salón Dorado de Palacio de Gobierno.

Estuve ahí. Rara vez he tenido, como ese día, la oportunidad de sentir que asistía a una ocasión histórica. Estuve en las calles de París el día que François Mitterrand tomó el poder, en un solemne acto público en el Panteón. Se percibía una emoción indescriptible. Como si fuera una reedición pacífica de la Revolución Francesa. Sin embargo, retrospectivamente, puedo afirmar que el acontecimiento en la ciudad de las combis fue más trascendente que el de las luces.

Esto por una razón muy sencilla: “el problema político más general, decía Michel Foucault, es el de la verdad”. Lo de Francia estuvo magnificado por las expectativas irreales de la gauche, que no comprendía que se trataba tan solo de un aggiornamento, una puesta al día de una izquierda anquilosada en una ideología caduca, enarbolada por el Partido Comunista, aliado del Socialista que ganaba el poder. Eso que representa Susana Villarán acá, 30 años más tarde, para desesperación de la derecha recalcitrante que prefiere lidiar con izquierdistas desfasados, castristas o chavistas. En Lima, en cambio, se estaba presentando el documento más importante de nuestra historia moderna. Y su esencia era precisamente la búsqueda de la verdad tras una tragedia espantosa.

“Mostramos en estas páginas de qué manera la aniquilación de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvo sistemáticamente prevista en la estrategia del autodenominado Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso“.
Por desgracia, también decía:

“Hemos comprobado con pesar que agentes de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Policiales incurrieron en la práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos, y que existen, por tanto, fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad.”

El informe no era perfecto, no podía serlo. Pero estaba, vuelvo a citar a Foucault, “en lo cierto”. Nos enrostraba la indiferencia hacia la muerte de 69,000 compatriotas, como una condición sine qua non para que la tragedia pudiera perpetuarse durante tanto tiempo, ante el silencio de buena parte de las elites del país. Poco a poco, las defensas inconscientes se han reinstalado. La prueba es que las reparaciones no llegan o lo hacen a cuentagotas. La negación persiste y la violencia insiste, en los discursos y en las prácticas, descalificadores y despectivos.

Me parece ver, no obstante, una esperanza asomando en el fenómeno de Fuerza Social. Acaso sea prematuro afirmarlo, pero así como una parte de la sociedad continúa rehusándose a asimilar esa dura lección, otra parece estarlo haciendo. Acaso la acogida que ha despertado la candidatura de Villarán sea fruto de ese proceso, siete años después.

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