Un taxista moreno me dijo ayer jueves: “¿Por qué ha ocurrido eso en Haití? A lo mejor no creen en Dios”.
La verdad es que los haitianos sí creen en Dios. Muchos practican otras creencias. Pero el problema es que uno de los católicos más creyentes, el arzobispo de Puerto Príncipe, Joseph Serge Miot, es uno de los muertos de la tragedia. La catedral de Puerto Príncipe ha sido destruida.
La catástrofe no revela la mano de ninguna divinidad. Es una manifestación de la naturaleza, que tiene un correlato humano: la pobreza.
No es casual que los más castigados sean los pobres en el país más pobre de América. Allí más de la mitad de la población vive con un dólar al día.
Al final de cuentas, la sociedad es más cruel que la naturaleza. Por eso, la ayuda, que debe ser enviada de urgencia a Haití, debería reforzarse con planes más sosegados de mediano y largo plazo, a cargo de Naciones Unidas y de los países de América.
Haití necesita reforma agraria, reforzamiento de la educación, esfuerzo vigoroso de salud, racionalización urbana. No olvidemos que es el país de América con más tuberculosos y con más pacientes de sida.
Quizás la Organización de Estados Americanos puede encontrar en Haití un lugar en donde hacer, por fin, algo eficaz y humanitario.
La cuestión previa sería que Washington no intervenga en Haití, como lo ha hecho en los siglos XIX y XX, en beneficio de sus transnacionales, su hegemonía y con la complicidad de dictadores sanguinarios y desquiciados, como François Duvalier, Papá Doc, que se inspiró en el fascismo italiano para organizar sus brigadas de tonton macoutes, asesinos, ladrones, violadores y torturadores, y que contaban con la aquiescencia de Estados Unidos.
Por si fuera poco, Duvalier emprendió una guerra racista de los negros contra los mulatos.
Papá Doc no sólo se proclamó presidente vitalicio, sino que dejó el cargo en herencia a su hijo, Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, que a los 19 años de edad resultó presidente vitalicio, aparte de asesino impetuoso.
Los crímenes, el saqueo de los fondos públicos, la locura como doctrina económica confluyeron para hundir aún más a ese pobre país.
Hace 255 años, en 1755, ocurrió en Lisboa, Portugal, un espantoso terremoto que hizo desaparecer la capital. Voltaire le consagró un poema y una novela, Cándido. Había entonces pensadores que creían que vivimos “en el mejor de los mundos posibles”. Eran tan optimistas –y ciegos– como los neoliberales de nuestro tiempo. La catástrofe de Lisboa los desarmó.
Voltaire refutó también a quienes creían que la tragedia era un castigo de Dios: “¿Qué crimen, qué falta han cometido estos niños / sobre el seno materno aplastados sangrando? / Lisboa, que hoy no existe, ¿tuvo más vicios / que Londres, que París, que gozan las delicias?”.
domingo, 17 de enero de 2010
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