El consenso en la política peruana reciente ha tenido corta vida. En la lucha contra la dictadura de Fujimori y Montesinos se crearon importantes proyectos de consenso que sentaron las bases para el uso de esta herramienta de la democracia. En el gobierno de transición, con Valentín Paniagua, tuvimos la ilusión del consenso. Alejandro Toledo fue la mentira del mismo, pero fue tan buen mentiroso que logró embaucar a personas de distintos orígenes, entre ellas al que esto escribe, en esa institucionalización del consenso que fue el Acuerdo Nacional. De allí para adelante el consenso como forma de hacer política democrática ha sufrido el camino del despeñadero que es donde hoy se encuentra.
Alan García ha sido la muerte del consenso. Traicionó su programa electoral pero de allí en adelante, más allá del engaño como recurso táctico al que nos tiene acostumbrados, se ha ahorrado las grandes mentiras. El consenso no le interesa y lo ha dejado muy claro desde el primer día de su segundo gobierno. Él quiere imponer su nuevo punto de vista neoliberal y lo demás no cuenta.
El expediente para ello ha sido declararle la guerra a la oposición. Empezó por no reconocer que tenía un opositor, Ollanta Humala, que había obtenido casi tantos votos como él y que para el funcionamiento de esta, como de cualquier democracia en circunstancia similar, había que tender puentes. Hizo lo contrario, quemó los puentes y tildó de enemigos a sus ocasionales opositores. Con ello desató lo que Alberto Adrianzén ha denominado una “guerra política” de la que no cesamos de tener nuevos capítulos.
La última y oprobiosa declaración sobre Bagua, señalando como asesinos a los dirigentes amazónicos, que va de la mano con el vergonzoso informe de la “comisión investigadora”, es una perla más en esta saga. Quizás la particularidad es que abre el largo año electoral de 2010 recordándonos que este no es solo, desafortunadamente, un tiempo de competencia democrática sino también uno de confrontación entre enemigos por explícita opción del Presidente de la República.
Este desastre democrático, sin embargo, tiene la virtud de brindar espacio para plantear alternativas e invitar a una nueva hegemonía que funde otro consenso, no tan prometedora como en el año 2000, pero con el lustre de la oportunidad que vuelve a llamar a la acción por más nubarrones que existan en el horizonte.
Nicolás Lynch
martes, 5 de enero de 2010
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