Por Rocío Silva Santisteban.
“No hay peor cuña que la del mismo palo”, decía mi abuela con su consabida sapiencia piurana. Se refería, por supuesto, a la posibilidad de que alguien de la misma especie sea el que arremete contra su prójimo. Los leñadores saben que cuando se pone una cuña del mismo tipo de madera, el tronco a ser cortado se abrirá con mayor facilidad. De la misma manera podemos sentenciar que muchas veces el machismo más recalcitrante es el ejercido por las propias mujeres. Y lo más lamentable, ejercido por nuestras madres.
Es así que las madres –madrastras, abuelas, tías engreidoras– le dan al varón la presa más grande, la cereza del pastel, la última aceituna del frasco, el primer mordisco de la manzana, el último wantán del plato. Pero no sólo eso, cuando se sobrepasan las penurias de la infancia, y se surfean las de la adolescencia, las hermanas que sólo tuvimos un hermano y nadie más para jugar, y que debimos conformarnos con ser arqueros-casi-mantequilla de interminables partidos de fútbol, éramos obligadas a todo tipo de pequeños chantajes con tal de que el susodicho nos acompañe a la fiesta de la noche porque “si no vas con tu hermano, no vas”. Y así a veces mi abuela me veía, asombradísima, tendiendo la cama de mi hermano, ordenando sus pilas de revistas El Gráfico, dándole lechuguita a su hámster. Pura sobrevivencia fraterna: necesitaba que él me acompañara a las fiestas que, por supuesto, él detestaba. Lo peor de todo es que a fin de cuentas y con su cara de pocos amigos –y pocos amigos se atrevían a sacarme a bailar– terminaba divirtiéndose mucho más que yo, y al regresar a casa pasadas las nosecuántos de la madrugada, la misma madre que me increpaba irritadísima por haber llegado tarde, le daba las buenas noches con besito en la frente:
–Pero, mamá, él también ha llegado a la misma hora que yo.
–Sí, pero él es hombre.
“Pero él es hombre”. Cómo odié esa frase que, lamentablemente, me acompañó durante toda mi adolescencia y en los primeros años de mi vida universitaria. Mi madre la repetía machaconamente cada vez que podía y por eso, con los años y frustración tras frustración, se convirtió en una verdad real, es decir, en una regla del juego de la vida. El “pero” implicaba en esta enseñanza práctica que, a pesar de todo lo que yo intentara, él tenía ganadas todo tipo de jugadas desde el principio, desde antes del principio, por el simple hecho de ser “del sexo fuerte”.
Y si bien es cierto que la mayoría de las veces él era el beneficiado, esta idea de darle un espacio duro dentro de las relaciones de género, otras tantas lo perjudicó: cuántas veces no se cayó de la bicicleta y escuchó de los labios de otros hombres y mujeres la consabida “los hombres no lloran”. O por el contrario, cuántas veces no recibió sobre su poto pelado el castigo ejemplarizante con chicote, correa o sanmartín. Yo no, porque “era mujercita” y, al margen de una gritada, no se me castigaba físicamente. Pero los hombres de mi barrio recibían correazos, zapatillazos o ganchos de colgar ropa que volaban por los aires sobre sus narices. El machismo, que es la dominación masculina basada en una idea errónea de la supremacía física del varón homologada como una supremacía moral, es una ideología que destruye tanto a hombres como a mujeres y que la transmiten tanto hombres como mujeres. Esta definición que propongo contrasta con otras que dan un mayor énfasis a lo sexual (la dominación sexual) y a la virilidad. Mi propuesta enfatiza el aspecto moral del machismo: el dominio del hombre estaría basada precisamente en esta homologación entre fuerza física y una cierta “fuerza” o supremacía moral que le permite ejercer dominio simbólico sobre las mujeres (e incluso sobre otros hombres feminizados). Lo perverso es que son muchas veces las mujeres –las madres– quienes han asumido estas ideas tan profundamente, que a pesar de sus experiencias de vida las siguen transmitiendo en sus acciones.
El machismo no es una cualidad ni una condición del varón por sí mismo. El machismo es, ante todo, un sistema que produce tanto daño en los hombres como en nosotras puesto que exige una serie de comportamientos del varón que son imposibles, crueles e incluso canallas. Un cambio sostenible a ese nivel requiere de persistencia y paciencia pero también de acciones radicales: que las mujeres tomemos conciencia de que somos, muchas veces, las primeras en difundirlo pero que debemos ser las primeras en cortarlo de hachazo.
“No hay peor cuña que la del mismo palo”, decía mi abuela con su consabida sapiencia piurana. Se refería, por supuesto, a la posibilidad de que alguien de la misma especie sea el que arremete contra su prójimo. Los leñadores saben que cuando se pone una cuña del mismo tipo de madera, el tronco a ser cortado se abrirá con mayor facilidad. De la misma manera podemos sentenciar que muchas veces el machismo más recalcitrante es el ejercido por las propias mujeres. Y lo más lamentable, ejercido por nuestras madres.
Es así que las madres –madrastras, abuelas, tías engreidoras– le dan al varón la presa más grande, la cereza del pastel, la última aceituna del frasco, el primer mordisco de la manzana, el último wantán del plato. Pero no sólo eso, cuando se sobrepasan las penurias de la infancia, y se surfean las de la adolescencia, las hermanas que sólo tuvimos un hermano y nadie más para jugar, y que debimos conformarnos con ser arqueros-casi-mantequilla de interminables partidos de fútbol, éramos obligadas a todo tipo de pequeños chantajes con tal de que el susodicho nos acompañe a la fiesta de la noche porque “si no vas con tu hermano, no vas”. Y así a veces mi abuela me veía, asombradísima, tendiendo la cama de mi hermano, ordenando sus pilas de revistas El Gráfico, dándole lechuguita a su hámster. Pura sobrevivencia fraterna: necesitaba que él me acompañara a las fiestas que, por supuesto, él detestaba. Lo peor de todo es que a fin de cuentas y con su cara de pocos amigos –y pocos amigos se atrevían a sacarme a bailar– terminaba divirtiéndose mucho más que yo, y al regresar a casa pasadas las nosecuántos de la madrugada, la misma madre que me increpaba irritadísima por haber llegado tarde, le daba las buenas noches con besito en la frente:
–Pero, mamá, él también ha llegado a la misma hora que yo.
–Sí, pero él es hombre.
“Pero él es hombre”. Cómo odié esa frase que, lamentablemente, me acompañó durante toda mi adolescencia y en los primeros años de mi vida universitaria. Mi madre la repetía machaconamente cada vez que podía y por eso, con los años y frustración tras frustración, se convirtió en una verdad real, es decir, en una regla del juego de la vida. El “pero” implicaba en esta enseñanza práctica que, a pesar de todo lo que yo intentara, él tenía ganadas todo tipo de jugadas desde el principio, desde antes del principio, por el simple hecho de ser “del sexo fuerte”.
Y si bien es cierto que la mayoría de las veces él era el beneficiado, esta idea de darle un espacio duro dentro de las relaciones de género, otras tantas lo perjudicó: cuántas veces no se cayó de la bicicleta y escuchó de los labios de otros hombres y mujeres la consabida “los hombres no lloran”. O por el contrario, cuántas veces no recibió sobre su poto pelado el castigo ejemplarizante con chicote, correa o sanmartín. Yo no, porque “era mujercita” y, al margen de una gritada, no se me castigaba físicamente. Pero los hombres de mi barrio recibían correazos, zapatillazos o ganchos de colgar ropa que volaban por los aires sobre sus narices. El machismo, que es la dominación masculina basada en una idea errónea de la supremacía física del varón homologada como una supremacía moral, es una ideología que destruye tanto a hombres como a mujeres y que la transmiten tanto hombres como mujeres. Esta definición que propongo contrasta con otras que dan un mayor énfasis a lo sexual (la dominación sexual) y a la virilidad. Mi propuesta enfatiza el aspecto moral del machismo: el dominio del hombre estaría basada precisamente en esta homologación entre fuerza física y una cierta “fuerza” o supremacía moral que le permite ejercer dominio simbólico sobre las mujeres (e incluso sobre otros hombres feminizados). Lo perverso es que son muchas veces las mujeres –las madres– quienes han asumido estas ideas tan profundamente, que a pesar de sus experiencias de vida las siguen transmitiendo en sus acciones.
El machismo no es una cualidad ni una condición del varón por sí mismo. El machismo es, ante todo, un sistema que produce tanto daño en los hombres como en nosotras puesto que exige una serie de comportamientos del varón que son imposibles, crueles e incluso canallas. Un cambio sostenible a ese nivel requiere de persistencia y paciencia pero también de acciones radicales: que las mujeres tomemos conciencia de que somos, muchas veces, las primeras en difundirlo pero que debemos ser las primeras en cortarlo de hachazo.
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