domingo, 15 de noviembre de 2009

El príncipe y el Ministerio de Cultura


Por Luis Jaime Cisneros

Muchas son las voces, variados los argumentos, dispersos los aplausos y no pocas las censuras con que se ha recibido la propuesta de crear un ministerio dedicado a la cultura. Los argumentos más frecuentados se han referido al escaso presupuesto, a la esperable congestión burocrática, y no ha faltado quien aventurase candidatos. Nadie ha sugerido un previo y elemental inventario nacional para tener una idea clara del mundo concreto al que este ministerio debería atender. Y nadie ha postulado una clara definición de la cultura, y nadie ha recurrido en sus explicaciones a palabras como imaginación, espíritu, creatividad, tradición. Con esa realidad en el horizonte, he centrado mi atención en una noticia que interesó a la prensa en las últimas semanas. Venía del campo de la arqueología y se refería al esqueleto, bien conservado, de quien se suponía que había sido un príncipe de la dinastía incaica. Las noticias sobre otras historias relativas al mundo corrupto opacaron esta irrupción arqueológica.

Pero yo me sentí trasladado al viejo castillo de Elsinor y me vi enfrentado a este lejano compatriota nuestro, separado por nombres como los de Ein-stein, Marconi, Von Braun, Barnard, pero ante la evidente y concreta calavera entre mis manos. Pensé en cuántas preguntas podría formular por cubrir la enorme distancia temporal entre su mundo (que fue evidente para él, en algún momento) y este obstinado vacío que significaría nuestro concreto mundo de la tecnología, la información y el consumo.

Me pregunto cuántos compatriotas considerarían esta preocupación mía como una inquietud ‘cultural’ si ante el cráneo de este príncipe antiguo yo formulara la pregunta que tanto inquietó a Hamlet, príncipe como él, me habría visto estableciendo comparación entre ese antiguo imperio, sus resonancias y esplendores, y esta organización estricta de tecnología e imaginación. Y creería que nuestro mundo ha progresado. Pero enseguida podría, volviendo a la realidad, comprobar en varias zonas rurales del país la inexplicable cantidad de analfabetos. Y me aterra la posibilidad de acercarme a uno de ellos y formularme las mismas preguntas que habría dirigido a la principesca reliquia.

Comprobaría entonces que el silencio real de mi compatriota contemporáneo sería idéntico a aquel cuyo descubrimiento comporta noticias en la prensa, encuestas a antropólogos, que resultan actividades contrastantes con la nula inquietud que merecen los analfabetos. La sola diferencia entre una y otra experiencia radica en que si evidentemente no puedo presentir cómo respiraba el antiguo príncipe incaico, en este compatriota rural siento cómo vibra su espíritu al compás de mi ardiente inquietud espiritual. Y no sé si se admitirá que ésta es también una inquietud cultural. Debo preguntarme si lo cultural es lo que nos brinda el conocimiento o lo que nos ofrece la naturaleza. El lector comprenderá que estoy ordenando razones y argumentos para poder opinar con el debido espíritu crítico sobre la creación de un Ministerio de Cultura.

Absorbido por estas preocupaciones nos llega la noticia de la muerte de Claude Lévi-Strauss, cuyas ideas tanto conmovieron al mundo científico el siglo pasado. Toda su obra fue un ejemplo de cómo debemos persistir en la duda para asegurar la investigación, y de cómo debemos reconocer que la cultura no sólo podemos alcanzarla a través del conocimiento sino que debemos aprender a reconocerla y recibirla de la naturaleza. Tengo todavía presente la inolvidable reacción que nos produjo leer en Lo crudo y lo cocido esta tajante afirmación: “Así que no pretendamos mostrar cómo piensan los hombres en los mitos, sino cómo los mitos se piensan en los hombres, sin que ellos lo noten”.

¿Puede ocurrir que, llegada nuestra sociedad de comunicación, tecnología y consumo a tomar conciencia de todo cuanto hemos avanzado en tecnología, y alertada por el progreso de los varios mecanismos de propaganda, haya pensado en la posibilidad de hacer negocio con el pensamiento? Deleznable error. El negocio del pensamiento está relacionado sólo con el pensar.

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