domingo, 1 de noviembre de 2009

El crack del 29 y la crisis de valor

Aquel jueves de otoño boreal de 1929, en Wall Street, el gris del cielo se reflejó en los semblantes de quienes creían que el precio alto de unos títulos en la bolsa también significaba el crecimiento de valor. Quedó como el jueves negro, aquel 24 de octubre cuando al cierre del mercado casi ningún título conservaba su precio. La historia lo registra como el crack (quiebra), cuando el precio ya no se corresponde con el valor. ¿Qué diablos había pasado? Si apenas un año antes la euforia inversionista, acompañada con la campaña electoral en USA ponderaba que el crecimiento era infinito, cuando Mr. Hoover, el elegido del Partido Republicano, prometía que la bonanza se extendería a todo creyente en la maravilla del capitalismo; en la base de que la palabra crédito tiene raíz en creer, y había que creer y había que invertir en esa creencia. Y los bancos, fieles a la misma, también prestaban dinero para invertir; si la bolsa ofrecía a todos bonanza, por qué no participar de ella, así se hacía explícita la generocidad democrática del capitalismo, que todos pueden ganar. Los bancos, aquellos generosos, ponían precio, cómo no, a su crédito igualmente alto, y qué importaba aquello, si el mercado de la bolsa ofrecía mayores ganancias. ¡Vamos, todos a ganar! Y fue la Reserva Federal, aquella inoportuna descreída, con el mismo Hoover a la cabeza y algunos escépticos economistas que inventaron el término burbuja (luego inventarían la teoría de los ciclos y otras más); ellos mismos, los impulsores de la bonanza, empezaron a descreer en el capitalismo. Si el precio de los valores subía como también el precio del dinero, cabría el peligro de inflación, aquel fenómeno detestable y evitable que podía romper el supuesto equilibrio. Subieron el tipo de interés, y con ello surgió la debacle. Si el propio organismo creado para administrar el precio del valor desconfía de su crecimiento, entonces, no queda otra que también desconfiar. La paradoja es que era imposible administrar tanta bonanza. El capitalismo no puede mantener a tantos ricos. Y empezaron las quiebras, de bancos y de empresas, cierre de fábricas y desempleo consecuente. Los escépticos pensaron que el capitalismo tenía que buscar el reajuste (otra nueva teoría), las quiebras y el desempleo serían de necesidad para limpiar el mercado demasiado especulativo. Y así cuatro años, hasta las nuevas elecciones, de las que surgió, cómo no, uno del Partido Demócrata, Roosevelt. Y con él un teórico que ha vuelto a estar de moda, Keynes y sus propuestas intervencionistas del Estado, palabreja larga y detestada por los ortodoxos (si alguno queda estos días) del liberalismo adamista. Intentaron resolver la crisis del consumo; es decir, para que el mercado real crezca, había que crear consumidores, y para ello el Estado tenía que fungir de empleador. A nivel internacional USA tenía que hacer uso de su poder, el New Deal y los acuerdos de Breton Woods (ya lo comentaremos), la protección arancelaria y el retorno de capitales. En otras palabras, exportar su crisis. Y el resto de países también tenían sus propias crisis, aunque poco les importaba. Tampoco sirvió tal estrategia, no hubo manera. Allende los mares, Alemania estrenaba un nuevo líder, Adolf Hitler, apoyado en principio por todo los Estados capitalistas con miedo al monstruo comunista en ciernes. Ante el proteccionismo de USA, Alemania reaccionaría con una nueva política económica, el armamentismo. Es así como USA encuentra una salida, arguye al patriotismo y ni Keynes lo puede evitar, será la Economía de Guerra el verdadero reajuste. Qué importarán los millones que mueran y la destrucción de los medios de producción, será en sacrificio del capitalismo que renazca, que, ya se entiende, no entiende de sentimientos, sólo de precios, que no de valor. Aunque, tal como sentenció Machado: es de necios confundir valor y precio.

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