domingo, 29 de noviembre de 2009

¿Aló? ¿pishtaco?

La mayor patinada policial que se recuerde buscó explotar el mito del pishtaco, ese foráneo asesino que les saca la grasa o los ojos a los peruanos para venderla en el extranjero y hacerse rico. Aquí una breve lección de historia especialmente dedicada al general PNP (r) Octavio Salazar. ¿Qué se cocina para la próxima semana, señor ministro?

Por Hans Huerto Amado

Cadáveres decapitados, colgados como reses sobre velas, destilando en la oscuridad grasa a chorros –y a 15 mil dólares el litro– para preparar un maravilloso menjunje cosmético de venta exclusiva en Europa. Esta sombría escena de cuento de horror es la que nos ha querido presentar la División de Secuestros de la PNP en Huánuco, tras la caída de una supuesta banda de pishtacos. Sí, ese mismo ser sobrenatural que azota el imaginario andino, que ha sido personaje de innumerables relatos populares y que habita acechante la noche serrana; pero que también es expresión de violencia y exclusión. El pishtaco es ese mismo que las últimas dos semanas tomó por asalto los medios de comunicación y con ello al “Perú oficial”. Ya lo hizo antes, camuflado de “sacaojos” en los ochentas y también en los noventas.

Perfil de pishtaco

El quechua pishtay refiere a matar, desollar, despedazar, descuartizar –hacia el sur, el vocablo es ñakaq y en la zona aymara cambia a kharikhari–. Y a pesar de que el pishtaco sacó DNI en épocas prehispánicas, su figura se perfila en la Colonia. Desde entonces se le describe como un hombre blanco, alto, barbado, de cabellera castaña o rubia: es un lunar en el Ande, a todas luces un extranjero de paso. Va con sombrero, bien vestido, a caballo; o quizá en camioneta, en sus encarnaciones más modernas; eso sí, siempre con ropas oscuras. Así aparece en varios testimonios del libro “Pishtacos: de verdugos a sacaojos”, que en 1989 compiló el antropólogo de la PUCP Juan Ansión. El pishtaco ataca, en lugares desolados, a niños, adultos incautos, ancianos y a escépticos de su existencia. Este foráneo desuella a los lugareños en la oscuridad para obtener de ellos su grasa corporal a fin de hacer sonar las campanas de las primeras iglesias católicas; para curar heridas de bala de mosquete, enfermedades respiratorias; o para hacer funcionar maquinarias; e incluso, en tiempos modernos, hacer exclusivos maquillajes. Así que el filme “El club de la pelea”, donde fabrican delicados jabones con grasa robada de clínicas estéticas, queda chico frente al pishtaco andino.

Las ciencias sociales han ayudado a entender este mito y su sorprendente vigencia después de varios siglos. Este se nutre de una realidad que no ha cambiado mucho: la explotación del poblador andino a manos del colono español o del capitalista, en la época republicana. Y también desde la marginación por un país que crece de espaldas al Ande. Los pishtacos buscaban la grasa, fuente de energía para una sociedad agraria como la de nuestra sierra. La grasa que equivalía a la supervivencia en su duro medio. En quechua, grasa se dice “wira”, de ahí el nombre Wiracocha, el dios creador en la cosmogonía inca.

Una clara alegoría de las jerarquías socioculturales en el país y de la desconfianza en lo foráneo. “El extranjero, ingeniero, antropólogo, minero, gringo, el peruano de la élite, es imaginado como capaz de asesinar a indígenas para conseguir la materia prima de mercancías fundamentalmente superfluas –cosméticos, cremas para la piel– o necesarias para instrumentos que sostienen su poder –armas, satélites artificiales–. Entonces este mito surge de la inequidad y de formas extremadamente violentas e ilegítimas de acumulación de capital, que suponen una explotación deshumanizante, que transforma los cuerpos indígenas en materia prima”, apunta el antropólogo Guillermo Salas Carreño, candidato al doctorado en Antropología por la Universidad de Michigan. Ya en el primer gobierno de Alan García, pobladores de las zonas más golpeadas por el terrorismo aseguraban que los gringos pishtacos buscaban la grasa –que era un buen aditivo para combustibles de naves espaciales, supuestamente– porque el presidente así había decidido pagar la deuda externa.

¿Habitó entre nosotros?

Pero no se puede utilizar un mito para crear una farsa como la inverosímil investigación presentada por la Policía, y respaldada esta semana por el ministro del Interior, Octavio Salazar. Cuatro detenidos que, según el general PNP Félix Burga, vendían la grasa a Europa, esa misma que las clínicas estéticas desechan por litros. Pero igual la PNP se resbaló entre tanto sebo al anunciar, en un primer momento, que 60 “habrían” sido víctimas de “Los Pishtacos del Monzón”, cuando en realidad tuvieron que aceptar que esa es la cifra actual de desaparecidos en la zona. Un solo cadáver descuartizado, el de Abel Matos Aranda, había sido hallado al seguir el rastro de una encomienda de grasa embotellada que terminó con la captura de la supuesta mafia.

El Valle del Monzón, en que opera activamente el narcotráfico, también es escenario para remanentes de Sendero Luminoso, liderados por “Artemio”, que en sus pintas anuncian “muerte a quienes trafican en nombre del partido”. De ahí que no sorprenda que los lugareños identifiquen más bien a Serapio Marcos Veramendi Príncipe –uno de los supuestos pishtacos– como un sicario de las mafias locales. Veramendi alguna vez ya había secuestrado a la única víctima de esta fábula. Un cuento que más bien suena a ajuste de cuentas, tal parece que maquillado de mito por algunos jefes policiales que deberían hacer libretos para series de televisión en vez de mezclar la realidad con los mitos.

El retorno del sacaojos

Para noviembre de 1988, la prensa nacional informó copiosamente sobre la incursión limeña de “gringos sacaojos” que, armados con fusiles, habían entrado a un colegio de Villa El Salvador para quitarles a los niños los ojos y venderlos a una mafia internacional, según el rumor vecinal. Esta fue una versión recargada del ancestral pishtaco, que llegaba a una Lima cada vez más serrana a raíz del éxodo desatado por el flagelo terrorista. En las oscuras postrimerías del primer gobierno de AGP, los paquetazos, coches bomba y apagones eran protagonistas de un cuadro de pánico y paranoia colectivos. Las mayorías vivían con el miedo de morir de hambre, mientras sus salarios se encogían y se daban de cara con que no había con qué comer o con qué comprar. Y todo el Perú, sin distingo de clases, vivía esperando el día en que irremediablemente sería alcanzado por una explosión de anfo.

¿Por qué sigue vivo el pishtaco?

A pesar de que el mito sobrevive en el imaginario del Ande –aunque como se ha visto, también puede capturar el de la capital– la respuesta a su supervivencia de siglos quizás esté, más bien, en Lima. Guillermo Salas ensaya una respuesta: “Los cambios legislativos que intentó imponer el Ejecutivo para favorecer a las industrias extractivas y que ocasionaron las protestas indígenas en la Amazonía, no solo muestran que los problemas de poblaciones indígenas del país no son una prioridad para el Ejecutivo sino también que este las ignora y desprecia profundamente. Más allá de esto, el problema de la discriminación en la sociedad peruana es un asunto que nos compete a todos. Mitos como el del pishtaco serán vigentes mientras siga existiendo la extrema pobreza y los abismos de desigualdad en los que vivimos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario