domingo, 22 de noviembre de 2009

El género femenino


Por Luis Jaime Cisneros
Que la mujer desempeñe hoy funciones y cargos hasta hace unas décadas aparentemente reservados al varón ha alcanzado a trastornar la morfología lingüística y ha obligado a modificar hábitos consagrados de lenguaje. No hay actividad en la que hoy la mujer no tenga probada figuración. Lo confirman la radio, la televisión con sus locutoras; las juezas en los tribunales; en el foro las abogadas y médicas en los hospitales. Tenemos presidentas en Filipinas, Argentina, Chile. Hemos tenido presidentas de consejo en Inglaterra y la tenemos hoy en Alemania. Y mostramos con orgullosa satisfacción la reiterada presencia de ministras y Defensora del Pueblo, aunque no nos hemos atrevido a dejar de llamar Fiscal de la Nación a quien actualmente ejerce tal función. Cuanto más ha avanzado la mujer en su emancipación, más reformas ha ido ofreciendo el lenguaje en beneficio y loor. Voces que en el diccionario sólo acogieron el masculino aparecen ahora en pareja: así ya nos son familiares alcalde y alcaldesa, embajador y embajadora, ministro y ministra, jefe y jefa. Nuestras abuelas se abrían llamado a escándalo.
Mucho ha tardado la humanidad para lograr y consagrar este triunfo léxico, y a veces no ha sido fácil abrir sitio en el lenguaje a nuevas formas del género gramatical. La lengua tiene también sus exigencias, y el sistema suele oponer caprichosos reparos: lo saben bien los franceses. El español, felizmente, es menos complejo y se aviene fácilmente a estas exigencias del progreso. Podemos destacar algunas esquinas de asombro: si es fácil admitir mujeres en las fuerzas armadas, nos será fácil acostumbrarnos a generalas, coronelas y capitanas, y dar así por sentado el femenino que cada grado ofrece.
Es inútil esgrimir fundamentos inspirados en la lingüística estructural, que justificarían el femenino. Lo cierto es que la fuente esencial de toda innovación lingüística está en la misma lengua viviente y en ebullición, en boca de las gentes. Y en los últimos tiempos es imperioso atender a otra evidencia: la prensa hablada y la escrita abren paso a innovaciones que los usuarios incorporan al circuito de la comunicación y consagran su vigencia sin mucha reflexión. La prensa se ha convertido, por eso, en puente seguro para viajar desde la lengua escrita a la vehemente lengua oral. También debemos reconocer que el hablante es propenso a la influencia de factores psicológicos, y es muy cierto que, en lo relativo a la formación de femeninos, la morfología del español no ofrece los escollos de otras lenguas. No nos asusta tropezar con un obstetra, pero nos resistimos aún a jueza o ingeniera. Claro que cuando nos visita la torpe vanidad masculina, recordamos el prestigio universalizador y generalizador que caracteriza al género masculino. El masculino es neutro; es decir, una forma sin género. La palabra misma se define en masculino en los diccionarios, y puede, así, señalar la función concreta, despersonalizada: médico, juez, concejal, militar. Lo grave es que cuando estas mujeres sean condecoradas, no nos animaremos a reconocerlas como caballera, comendadora u oficiala. Ya hemos triunfado admitiéndolo en las universidades: bachillera, licenciada y doctora.
Si hay una palabra privilegiadamente vinculada con la femineidad es, sin duda alguna, la que nombra los senos, así en masculino. Pectus es voz latina, con asegurado imperio en el mundo románico. Perdida la vigencia del latín uber, ‘teta’, pecho sirve en singular como género y no distingue si es de hombre o de mujer. Era el mismo sentido vago e impreciso del pectus latino (solo alcanza matices precisos en las expresiones niño de pecho, dar el pecho). Más claro resulta en plural: si mencionamos los pechos, se trata de mujer y aludimos a los senos. Manzanas y melones suelen adquirir cierto resabio erótico y lúbrico cuando aluden a los senos de una mujer púber y a una joven adolescente. Mamas, referido a persona, resulta algo vulgar en la lengua general, aunque es el término técnico frecuentado por el médico. Desde la vieja tradición latina (poma, plural de pomum), en que perdió la significación de ‘fruta’o ‘árbol frutero’, conservó el eufemístico valor análogo de ‘seno de mujer’.

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